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Editorial

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Las primeras colecciones de grabados en los que aparecen vendedores ambulantes surgen precisamente en el límite entre los siglos XV y XVI, y representan oficios en los que se presume una obligada relación entre quien comercia o trata y un público comprador. Justamente por esa necesidad de comunicación, quienes dibujan o retratan al vendedor suelen hacerlo en actitud de marchar –lo que parece transmitir la idea de esa imprescindible trashumancia de su negocio- o voceando la mercancía –con una mano haciendo de pantalla para que su pregón llegara más lejos o fuera mejor dirigido-, unas veces en solitario y otras rodeado de atentos espectadores cuyos ojos parecen sustituir a los oídos por lo abiertos que están y la fijeza que manifiestan al observar al artista de la comunicación. La invención de la fotografía, lejos de apartarse de estos modelos –cuyos autores suelen advertir en el título que son «tomados del natural»-, viene a contribuir a mejorarlos, retratando el «paisaje» en el que desarrollan su actividad, que suele ser la calle, un mercado o una fiesta ritual. Hay algo, sin embargo, que desaparece en ese tránsito entre la representación pictórica y la instantánea fotográfica, y ese algo es el pie con el que, ya desde el siglo XVI, suelen complementar la imagen los grabadores o editores. Ese pie trata, en una o dos líneas, de completar la ilustración con la traducción literal de un sonido cuyos ecos parecen reflejarse en la prolongación de algunas vocales del grito, en las interjecciones que abren y cierran las frases seleccionadas, en la transcripción de ese pregón familiar que sugiere el ámbito sonoro o parece subrayar de él lo que interesa.

Todo eso desaparece al llegar la fotografía cuyo lema parece ser el conocido dicho «una imagen vale más que mil palabras». Es curioso, sin embargo, que en los orígenes mismos de las imágenes renacentistas que inauguran la galería de retratos de vendedores ambulantes, ya hubiese un músico, Clèment Janequin, que compuso un tema titulado –Voulez ouyr les cris de Paris?- en el que trataba de reproducir las llamadas de atención de los mercaderes callejeros en la capital de Francia. Tenía que ser un músico quien sintiese curiosidad por las cantinelas de los vendedores y las transcribiese –con adiciones personales y varias voces- a papel pautado. Tales cantinelas respondían a unas formas muy decantadas por el uso y muy pulidas, que a todas luces resultaban altamente eficaces, desde los recursos tradicionales del pregón escueto hasta la improvisación calculada del charlatán. Del mismo modo que el ciego llamaba la atención de sus potenciales clientes con una serie de fórmulas melódicas altisonantes, así los vendedores callejeros echaban mano de proclamas sonoras en las que el ritmo, la entonación, el volumen y lógicamente el mensaje, contribuían a la identificación del producto y del vendedor. Había, pues, en ese pregón, varios elementos que interesaba comunicar: en primer lugar, si es que no quedaba suficientemente claro con la presencia física, qué se vendía; en segundo lugar, las cualidades del producto y por último las características concretas que lo hacían deseable y adquirible, como por ejemplo la procedencia o la frescura. Todos estos extremos y otros pueden comprobarse en las sucesivas descripciones literarias y plásticas que un oportuno aunque esporádico costumbrismo rescató del pintoresquismo banal para alzarse como pilar de un verdadero estudio de tipos populares. Uno puede viajar desde Lope o Quevedo hasta Antonio Flores, pero también desde Juan de la Cruz Cano hasta Eduardo Vicente, y completar el recuerdo personal o la imagen infantil de aquellas calles bulliciosas, con trazos artísticos o literarios que abarcan desde la Edad Media hasta el momento en que nuestra mentalidad –es decir, el conjunto de vivencias y conocimientos que transmitían sentido e identidad a nuestra vida- comienza a tambalearse bajo el peso de una moderna y aséptica visión del mundo y de sus habitantes. Marcel Jousse –el jesuita francés que estudió arameo para comprender mejor cómo había convencido Jesucristo a las multitudes con la palabra– comparaba el papel de la memoria en el universo intelectual con el principio de la gravedad en el universo físico.

Probablemente al individuo de nuestros días, que ya compra por internet y que sólo por curiosidad o snobismo se acerca a los mercados –de donde, por cierto, han desaparecido las balanzas antiguas, los cestos, los gritos y el trato físico– estas imágenes le resulten tan ajenas como la cultura que representan, pero nada de lo que acontece en el campo de la tradición es superficial ni mucho menos superfluo. Las leyes antropológicas del lenguaje –esas que unen la palabra a la acción, que identifican la voz con el gesto– sirven para marcar el camino del acercamiento entre individuos y para facilitar su comunicación, de modo que la pretensión de eliminar gratuitamente alguno de sus códigos puede provocar el desequilibrio vaticinado ya por el jesuita francés hace más de un siglo. Aunque las fotografías que componen la muestra que la Fundación ha preparado para su exposición en la Casa Revilla no sean un documento nuevo, en el sentido antropológico, aportan esa posibilidad de participación visual e interpretativa en algo que fue y ya no es, no sólo en su conjunto cultural sino en su realidad química. Ningún invento conseguiría reunir de nuevo a los personajes que aparecen en las instantáneas, ni lo que representan (es lo que Roland Barthes llamaba el «tiempo aplastado»), pero nuestra imaginación –hayamos participado o no de la época y de sus consecuencias– nos dará pautas para nuevas e interesantes lecturas personales.

Sin remontamos a tiempos pretéritos pueden recordar sin dificultad los vallisoletanos los cánticos del trapero/lanero, del piñero, del botijero o el toque del afilador; más atrás en la evocación nos podríamos encontrar con las voces del arenero, del lañador, del aguador o del vendedor de sangrecilla, oficios todos ellos ambulantes también y necesitados de esa pública y sonora predicación para atraer a la parroquia.

Los pueblos han mantenido, por razones de orden práctico la mayoría de las veces, esa expendeduría trashumante que en otros tiempos tuvo como escenario todo el territorio nacional: por poner un ejemplo práctico, la mayor parte de los vendedores que llegan hasta Urueña utiliza ahora megafonía para hacerse notar. Algunos se aproximan con la pila del micrófono a medio gastar y sólo emiten un ruido confuso que se mezcla farragosamente con el del motor de la furgoneta en que viajan; otros recurren al estrépito de sus bocinas para el reclamo, sabedores de que el sonido de las mismas o la duración del toque harán inequívoca la llamada; por fin, algún otro más original llega al pueblo con la música de los «pajaritos por aquí, pajaritos por allá», de tan pertinaz como enfadosa memoria, para convocar en el Corro (que es como se llama en Urueña a la plaza) a las vecinas que quieran comprarle algún retal. Entre los muchos «gritos» que se escuchan, casi hipnotiza en particular el de un melonero que, elevando paulatinamente la tonalidad de su motete como si de una sirena se tratase va desgranando de trecho en trecho la siguiente retahíla: «Vamos a ver parroquia que ya está aquí el melonero de confianza / con melones que se dan a cala y a prueba, a raja y a cata; / vamos a ver parroquia, que esto es azúcar del Turia...».

Melones tan ponderados han de tener la coronilla dura, ser de buen peso y amargarles el pezón, según recomendaban los antiguos, que ya comparaban al melón con el ser humano por la dificultad que ambos presentaban para dejarse investigar:



«El melón y la mujer malos son de conocer», decía un refrán y remataba otro, anticipándose a los tiempos en que hay que callar tantas cosas para no incurrir en lo políticamente incorrecto: «El melón y el hombre nunca se conocen».

Visitas

Museo de La Casona
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Museo de Campanas
1.791 visitas
Total general: 187.423 visitas

Visitas a la página web
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Noticias

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Simposios



Perspectivas de la música desde Leonardo: creación, invención, improvisación

Urueña. 4 y 5 de julio de 2019

II SIMPOSIO ACADEMIA DE MÚSICA ANTIGUA

Sede del simposio y colabora: Bodega Heredad de Urueña

Organiza: Fundación Joaquín Díaz

Información e inscripciones: Matricula: 30 euros

Matrícula gratuita para Amigos de la Fundación Joaquín Díaz
y profesores y estudiantes UVa

Tel. 983 717 472
o en la página de contacto de la Fundación

Colaboran:
Junta de Castilla y León: Consejería de Cultura y Turismo
Diputación de Valladolid






... así como las cosas opuestas a la vista se tocan entre sí, mano a mano, del mismo modo haré mi regla de XX en XX brazas, como ha hecho el músico entre las voces que, si bien están unidas y pegadas entre sí, ha puesto grados de voz a voz, buscando aquellas primera, 2a, 3a, 4a y 5a , y así, de grado en grado, ha puesto nombres a la variedad de alzar y bajar la voz...

Leonardo da Vinci, extraordinario artista del Renacimiento, creó un canon para salir de la escala básica de los sonidos y abordar infinitas formas y medidas no dictadas por la naturaleza sino creadas o imaginadas por el ser humano. Sus investigaciones y hallazgos serán estudiados desde diferentes perspectivas por músicos e intérpretes que plasmarán sus propios trabajos en los campos de la creación, la invención, la improvisación y la proporcionalidad.




Programa: Perspectivas de la música desde Leonardo: creación, invención, improvisación

Modera: Luisa Herrero

Jueves 4 de julio de 2019

10:00 horas
Joaquín Saura y Luis Delgado: La Música de la Perspectiva en “La Última Cena” de Leonardo da Vinci
Gaby Bultmann: Leonardo da Vinci como cantante, intérprete y profesor de música (ilustraciones musicales)

12:00 horas
Aníbal Soriano: Los patrones para improvisar en el Renacimiento

Concierto 20:00 horas
Rocío de Frutos y Aníbal Soriano


Viernes 5 de julio de 2019

10:00 horas
Raúl Rodríguez: Razón de Son: AntropoMúsica creativa de los cantes de Ida y Vuelta

12:00 horas
Rocío de Frutos: El canto traducido, criterios interpretativos y aplicación práctica

16:30 horas
Rubén Alonso: Antropoloops: la remezcla musical como principio creativo. Lugares, historias y aprendizajes

Concierto 20:00 horas
Raúl Rodríguez y Alexis Díaz-Pimienta







Conferencias



El creador y su obra

29 de marzo de 2019. Madrid



¿Cómo es el proceso de creación de una obra en todas las artes? Para reflexionar sobre la creatividad y la innovación, en Abante se celebró el pasado 29 de marzo “El creador y su obra”, la quinta mesa de “El español como lengua de pensamiento”, una iniciativa puesta en marcha hace unos meses por Abante Asesores junto a La Huerta Grande para promover el diálogo entre quienes producen pensamiento en lengua española.

Después de celebrar “Pensar en español”, “Bienes en disputa: sanidad, educación y justicia”, “La democracia y sus riesgos” y “La pobreza que viene: conflictos y políticas”, la quinta mesa versó sobre la búsqueda de la verdad y la inspiración en cada obra desde diferentes ámbitos y con distintas perspectivas en el ámbito cultural y científico de nuestro país.

Así, “El creador y su obra” contó con la participación de Joaquín Díaz, el historiador Manuel González Morales, el cineasta Jaime Rosales y con Nekane Legarreta como moderadora.



Joaquín Díaz, que ya participó en la primera mesa, “Pensar en español“, habló de su obra “Memorias de una depresión”, y de cómo fue el proceso de creación de este libro: “Pensé que empezar a describir lo que sentía me podía ayudar. Al final, la lectura de este libro ha ayudado a muchas personas, ha trascendido lo personal. Cuando leemos una novela la hacemos nuestra, porque la acabamos convirtiendo en algo propio”.

Manuel González Morales también contó cómo fue el proceso de creación de su obra “Releyendo la Prehistoria” y cómo llegó a ella. “En ese mirar atrás de buscar por qué las cosas sucedieron así, uno empiece descubrir las noticias falsas del pasado: de cómo se han presentado determinadas historias de origen científico”, destacó. El historiador también reflexionó sobre el lenguaje científico, cómo está dominado por el inglés y encorsetado por unas estructuras muy concretas.

Sobre el séptimo arte habló Jaime Rosales -publicó el año pasado “El lápiz y la cámara”-, que comentó que la experiencia artística es, sobre todo, una experiencia del espectador: “El cine encuentra su potencia en una dualidad que todo lo contamina: arte e industria”.


Gracias a David Muñoz (Cancionero de Romances) por recopilar la noticia.



Joaquín Díaz interviene en el ciclo «Conocer Valladolid» de la Real Academia de Bellas Artes de la Purísima Concepción

29 de mayo de 2019. Casa de Cervantes. Valladolid

Joaquin Díaz intervino en el ciclo «Conocer Valladolid» que en su edición duodécima ha organizado la Real Academia de Bellas Artes de la Purísima Concepción. La conferencia trató sobre «Los gritos de la calle en Valladolid» y tuvo lugar en el salón de actos de la Academia.

Enlace a la web de la Real Academia >






Exposiciones



«El pan nuestro: transformación y productos»

2 de abril de 2019. Mayorga


Con la presencia del Vicepresidente de la Diputación de Valladolid, Guzmán Gómez, del Vicepresidente de la Cámara de Comercio, Javier Labarga, y del Alcalde de Mayorga, Alberto Magdaleno, se inauguró la exposición «El pan nuestro: transformación y productos», que estará en el Museo del pan de Mayorga hasta final del año 2019. En las vitrinas se pueden contemplar piezas, anuncios y documentos que muestran la importancia que tuvieron los cereales, el proceso de la harina y los muchos productos derivados, principalmente el pan, en la industria y la economía de Valladolid y provincia desde hace más de dos siglos.

La muestra ha sido organizada por la Fundación Joaquín Díaz y realizada por Ana Moyano y Victor Hugo Martín.



Ir a la exposición:

«EL PAN NUESTRO: LOS CEREALES, SU PROCESADO Y SUS PRODUCTOS»


Previamente a la inauguración oficial, Joaquín Díaz pronunció una breve conferencia sobre la evolución de la producción harinera en Valladolid y las élites económicas.




Texto de la conferencia:


Poco antes de que Valladolid se convirtiese en ciudad –es decir, a fines del siglo XVI-, el regidor Alonso de Verdesoto ya había mandado reimprimir unas ordenanzas de 1549 que tenían que ver con el comportamiento de las personas, el correcto funcionamiento de los gremios y oficios y la mejora del buen orden de la Villa. La simple lectura de esas Ordenanzas invita a una reflexión. A la curiosidad que pueden despertar en cualquier persona atenta a los avatares históricos y a la evolución de la ciudad en que vive, hemos de añadir el valor específico que contienen los capítulos -vistos como fuentes documentales de conocimiento- para aclarar importantes incógnitas sociales o urbanísticas. Ese corpus normativo contribuye en gran medida a que consideremos la Valladolid histórica desde dentro, es decir, sumergidos en una realidad vital en la que se adivina un latido poderoso. Claro está que a esta reflexión positiva se puede ofrecer como contraste otra bien distinta: si las leyes que se imprimen a mediados del siglo XVI llegan íntegras, y susceptibles de ser aplicadas, casi al siglo XX, quiere ello decir que siguen sin cumplirse sus mandatos y que continúa vigente el vicio social que quiso corregirse con su promulgación. Sabido es que las normas las imponen siempre quienes gobiernan y que el espíritu que las alienta no suele coincidir con el pulso de la sociedad, pues o se anticipa a éste o trata de ponerle freno. En realidad, Valladolid ha practicado de forma consciente o inconsciente una autofagia incontrolada que lo mismo ha hecho desaparecer un rincón entrañable o unas venerables piedras que ha eliminado de un plumazo una costumbre tan antañona como inútil; siempre ha tenido entre sus fauces la ciudad algún pedazo de sí misma, como obsesionada por purificarse de una mancha que ni las aguas de los dos ríos que la surcan consiguieron lavar. Las Ordenanzas trataban de controlar la limpieza e higiene de la Villa, la comodidad, el vestido, el comercio y, naturalmente, los gremios y oficios que componían la trama social. Quien desee cotejar las ordenanzas con los bandos de los siglos XIX y XX comprobará que, salvando leves diferencias debidas a los tiempos y las circunstancias, se seguían prohibiendo los fraudes, los intermediarios ventajistas y los regatones aprovechados, amén de las condiciones sanitarias deficientes, los muladares, los cohetes, la mendicidad, el daño a los árboles y la turbación del reposo de los habitantes de la ciudad.



Esas normas se publicaron durante tres siglos sin apenas alteración, lo que indica que no sólo fueron oportunas y adecuadas en su momento sino que se incumplieron sistemáticamente desde que salieron de la imprenta hasta que se derogaron. Las ordenanzas contemplan un apartado dedicado a la molinería y dedican 12 capítulos al pan y a la harina, especialmente a su pesado y venta.

Una de las preocupaciones de los gobernantes fue siempre la de «normalizar» las pesas y medidas para evitar fraudes. A la torre de Babel de los sistemas de unidades vino a poner coto el sistema métrico decimal. O al menos a intentarlo: hubo una enorme resistencia entre los usuarios e incluso entre las propias autoridades del medio rural a cambiar unas normas centenarias que incluían fanegas, estadales, celemines y cientos de medidas consolidadas por la práctica y el uso.

En 1849 se adoptó por ley la resolución de cambiar todas las unidades anteriores al sistema métrico. En 1852 se publicó una Real Orden con las equivalencias entre las medidas primitivas y las nuevas.

Todavía en 1863 anunciaba el Norte de Castilla: «En vista de la indiferencia y punible abandono de la mayor parte de los ayuntamientos de esta provincia para llevar a efecto en las respectivas localidades el planteamiento del sistema métrico-decimal de pesos y medidas, el Sr. Gobernador ha acordado prevenir a los alcaldes que prohíban en su totalidad el uso de pesas, medidas y balanzas sin contrastar y, muy especialmente, el uso de romanas y básculas que tengan indicaciones o se hallen picadas por el métrico al propio tiempo».

En 1868, una fábrica de romanas, «La castellana», anunciaba que había comenzado a cambiar las romanas según el nuevo sistema.

En 1870 salió otro anuncio previniendo a los usuarios de la necesidad de adaptarse a las nuevas normas: «Desde el día 15 de Mayo será obligatorio el uso de unidades lineales, itinerarias y ponderales del sistema métrico decimal».

En 1873 se publica un Bando de la alcaldía de Valladolid sobre el almacenamiento de sustancias peligrosas dentro de la ciudad y sobre la utilización de las pesas y medidas del sistema métrico decimal.



En 1880 -30 años después de la primera ley-, se fijó la obligatoriedad del nuevo sistema.

El pequeño comercio y los mercados eran, sin embargo, el último eslabón de una cadena cuyo primer anillo habría que situar en el despegue industrial que se produjo en la ciudad a partir de mediados del siglo XIX, principalmente con la actividad de las fábricas de harinas y la sustitución de los antiguos molinos de piedra hidráulicos por el sistema austro-húngaro de cilindros. Para comprender el entramado productivo que se crea alrededor de la industria harinera aportaré un ejemplo: Hilario González, propietario de la Fábrica de tejidos «La Vallisoletana», llegó a la ciudad desde la provincia de Logroño, donde explotaba la Real Fábrica de lonas, vitres e hilazas de Cervera de Río Alhama fundada en el siglo XVIII y que se dedicaba a la producción de lonas y velas para barcos. La fábrica tenía 3.000 husos de hilatura y 12 telares mecánicos que tejían 5.000 piezas diarias. En 1852 Hilario adquirió Solá y Coll, una empresa que se dedicaba a la comercialización de tejidos de algodón en Castilla, y además consiguió formar sociedad con José León para construir una fábrica de algodón que abasteciese el mercado castellano. José León (posteriormente propietario y constructor del teatro Lope de Vega) ya era propietario de una fábrica de tejidos de lino en Valladolid, que Hilario quería convertir en productora de algodón. La sociedad no duró mucho y se disolvió, pero entretanto Hilario González atrajo a un nuevo socio, un comerciante de origen catalán, Antonio Jover y Vidal, que regentaba una fábrica de harinas próxima a León y llevaba el comercio de tejidos de su tío José Ramón Vidal en Valladolid. El nuevo establecimiento, levantado junto a la estación de ferrocarril, se llamó «La Vallisoletana», y se inauguró a principios de 1857 con varios socios vallisoletanos y santanderinos. Dos años después pasó a llamarse «Príncipe Alfonso», probablemente con motivo del nacimiento del príncipe. Tenía 5.000 husos y 84 telares movidos por máquina de vapor. Era la única fábrica de Valladolid que producía indianas, tejido de algodón estampado que estuvo de moda mucho tiempo. En 1864 trabajaban en ella 420 personas y los telares mecánicos habían aumentado a 154. El algodón llegaba a Castilla en los mismos barcos que llevaban harinas a América, y ello unido al Canal de Castilla y posteriormente al ferrocarril otorgó a la zona una posición ventajosa a la hora de adquirir esta materia prima. Posteriormente, en 1878, Hilario González puso una yutera en Santander, con la idea de confeccionar sacos de arpillera, lana y lino, que sirviesen para el envase y transporte de las harinas destinadas al mercado nacional.

Es decir, alrededor del negocio de la harina, que comenzó después a decaer a partir de la pérdida de las últimas colonias, se fue tramando una red industrial –fundiciones, fábricas de sacos, construcción de edificios para las nuevas fábricas, carpintería de madera, instaladores de mecanismos de cilindros, transportistas (ferrocarril, carretería, transporte fluvial), etc., etc.-.



Pese a la variedad de actividades, tal vez no sería ningún disparate afirmar que Valladolid tuvo durante la segunda parte del siglo XIX una clase única. Philippe Lavastre explica muy claramente en su magnífico trabajo sobre Valladolid y sus élites que esa clase única, formada por las diferentes burguesías, mantuvo su hegemonía porque el desastre industrial y financiero fue compensado por la actividad creciente y la sensatez y buen juicio del comercio vallisoletano, integrado por emprendedores recién llegados de Levante (como estereros, jugueteros, propietarios de bazares y vendedores de loza), de Santander (pequeños molineros y comerciantes de harinas), de Cataluña (tejidos y zapatos), del País Vasco (fundiciones y maquinaria agrícola), de Extremadura y Salamanca (choriceros y fabricantes de embutidos) o los propios comerciantes locales.

A pesar de que la sociedad vallisoletana tenía una única aspiración burguesa, podría hablarse de varios modelos de burguesía que tuvieron mayor o menor protagonismo según las épocas en el siglo XIX: la alta burguesía, compuesta por hacendados y propietarios, generalmente poseedores de grandes extensiones de suelo rústico procedentes de las desamortizaciones, y por grandes industriales; la burguesía media, integrada por agricultores cuya renta les permitía vivir en la ciudad, por comerciantes fuertes y por profesionales de determinados oficios denominados liberales como abogados, ingenieros, médicos, etc. cuyos ingresos doblaban por lo general los de cualquier integrante de la pequeña burguesía, constituida habitualmente por artesanos, comerciantes con negocios familiares y trabajadores y obreros de las fábricas e industrias, pequeñoburgueses en sus gustos pero proletarios en su economía.

La ruina del Banco de Valladolid en 1864 afectó a algunas de las familias que habían estado más implicadas en esa crisis aunque otras se salvaron adoptando una actitud insolidaria. Pese a que los informes acerca de la actividad bancaria eran excelentes a fines de la década de los 50 («todo hace esperar un brillante porvenir al Banco de Valladolid», decía el comisario real en su informe al Ministerio de Hacienda) la realidad es pronto bien contraria al comportarse la burguesía harinera de forma inesperada y aprovecharse del interés de las obligaciones emitidas por la entidad, que además podían ser usadas como billetes de banco y ser pagadas al portador.



No todos los miembros de esas élites, sin embargo, se vieron perjudicados por la crisis. Las familias Pombo, López Morales, Silió, Delibes, Alba, Semprún, Lecanda, Iztueta, Jalón, Álvarez Taladriz, Gamazo, Dibildos, Alzurena, Zorita, Alonso Pesquera, Reynoso, etc. mantuvieron o acrecentaron su estatus, favorecido en algunos casos por los enlaces matrimoniales y la consiguiente unión de sus patrimonios. En algunos casos, incluso (el de los apellidos Gamazo, Alba y Silió), se convirtieron en cabezas visibles de importantes partidos políticos -el liberal-fusionista, el liberal y el conservador- e influyeron en el desarrollo industrial con su actividad o con sus decisiones desde las carteras ministeriales que ocuparon.

Pero el principal cambio en la sociedad y en la economía, vuelvo a insistir, estuvo en las fábricas de harinas dedicadas a la transformación y molturado de cereal y en particular del trigo, que sustituyeron el ingenio de piedras de la molinería tradicional por un sistema de rodillos que permitió reducir los costos y aumentar la producción obtenida con cada kilo de grano. El invento se debía a diferentes patentes aunque la más usada fue la del ingeniero suizo Adolf Bühler, cuyo nombre quedó para siempre ligado a la obtención de harina de calidad y a la fabricación de los tipos de pan que ahora disfrutamos.

Otro modelo de fábrica, la de chocolate, tuvo en Valladolid y provincia mucho predicamento. Para los adictos había innumerables calidades y buena prueba de que el cacao era un producto muy demandado es que el propietario Basilio Santos, dueño de dos fábricas, cuando tiene que desprenderse de una de ellas por la crisis, opta por quedarse con la más productiva, la de chocolate. La tableta de chocolate se inventó en Inglaterra hacia 1847 y en España entró en 1854, comercializada por la Compañía Colonial. Valladolid fue una de las capitales de provincia que más fábricas de chocolate tuvo en el siglo XIX, contabilizándose a comienzos del siglo XX más de diez, entre las que estaban la de Dimas Alonso, la de Modesto Mata, la de Miguel Uña, la de Alejandro Tejedor, la de Eulogio Santillana y la de Eudosio López.

Industriales como Manuel Pombo, Toribio Lecanda o José María Iztueta –santanderinos los tres- unen sus nombres a propietarios como Mariano Miguel de Reynoso o Blas López Morales que compran grandes extensiones agrícolas o terrenos cercanos a la ciudad, provenientes de las desamortizaciones de Mendizábal y Madoz, para hacerse con la llave del desarrollo urbano y del incremento en la producción y exportación de trigo, por ejemplo. Dos fundiciones, la de Julio Cardailhac y Félix Aldea y la de Agustín Mialhe, serán precursoras de una próspera industria que tendrá a Leto Gabilondo o a Miguel de Prado como ejemplos más importantes. Durante ese período se crean casi 50 sociedades comerciales en la ciudad y en la lista de los mayores contribuyentes a la hacienda pública figuran en lugares destacados los fabricantes de harinas. Al abrigo de determinadas fortunas se abren las primeras entidades financieras serias: el Crédito Castellano, La Unión Castellana, el Banco de Valladolid, la Caja de Ahorros o la Sociedad de Crédito Industrial Agrícola y Mercantil.

Es decir, y con esto termino y podemos pasar a la exposición, Valladolid y su historia, tanto en la ciudad como en la provincia, no habrían sido las mismas sin el cereal, sin el trigo y sin sus derivados y el procesado de sus productos. Buena prueba de ello es la existencia de un magnífico museo como éste dedicado al tema, y de la exposición que hoy se inaugura para celebrar los diez años de su existencia.

Ir a la exposición:

«EL PAN NUESTRO: LOS CEREALES, SU PROCESADO Y SUS PRODUCTOS»



«La vida en imágenes»

9 de mayo de 2019. Mansilla de las Mulas

En el Museo etnográfico provincial de León, en Mansilla de las Mulas, tuvo lugar la apertura de la exposición “La vida en imágenes”, con carteles de películas realizados entre los años 30 y 80 del siglo pasado, además de fotogramas y programas de mano pertenecientes a la colección de la Fundación. En el acto estuvieron presentes el Vicepresidente de la Diputación de León, Francisco Castañón González, el responsable de Cultura y Turismo de la Diputación, el escritor Adolfo Alonso Ares y el Director del Museo, Javier Lagartos. Por parte de la Fundación asistieron Joaquín Díaz, el Director de la Fundación, Ricardo Izquierdo, y el responsable de la fonoteca, Carlos Porro.

Más sobre la exposición >







«Vendiendo en la calle»

27 de junio al 29 de agosto de 2019. Valladolid

Desde el día 27 de junio de 2019 se puede visitar, en la Sala Municipal de Exposiciones de la Casa Revilla, la exposición «Vendiendo en la calle».

Casa Revilla.
C/ Torrecilla 5. Valladolid.
De martes a domingo y festivos de 12:00 a 14:00 h. y de 18:30 a 21:30 h. (lunes cerrado).




















Revista de prensa >






Entrevistas



Entrevista a Joaquín Díaz en el nº 14 de la Revista «Leñalmono»

22 de febrero de 2019. Santander

En el número 14 de la «Revista Crítica y Literaria Leñalmono» la entrevista central se realizó a Joaquín Díaz.

Ampliar >



https://es-es.facebook.com/lenalmono/


Se presentó el viernes 22 de febrero a las 19:30h en la galería Estela Docal de Santander.
https://www.santandercreativa.com/web/evento-auna/presentacion-del-n-14-de-la-revista-lenalmono.html





Homenajes



Visita a la Fundación de la Asociación para la Promoción y el Estudio de la capa parda alistana

7 de abril de 2019. Urueña

El domingo 7 de abril la Fundación recibió a 60 miembros de la Asociación para la Promoción y el Estudio de la capa parda alistana. La visita estaba programada desde que la Asociación decidió entregar la capa de honor a Joaquín Díaz.

Acto de entrega el día 11 de noviembre de 2018 >








Nuevas adquisiciones y donaciones



RABEL

El “arrabel” como se denomina en esta zona -y en el sur de Avila y norte de Cáceres- mantiene la tipología habitual de la zona toledana, al menos en los ejemplares tanto antiguos conocidos como los que han venido fabricando en los últimos años los artesanos tradicionales de la zona. Son rabeles con poca definición en su caja, cuadrangular o rectangular y que en ocasiones aparecen bellamente labrados a punta de navaja en el lateral de la caja, con formas florales o geométricas de tipo pastoril, en este caso sencillos adornos en el mástil.

El ejemplar que mostramos procede de Calzada de Oropesa (Toledo) y ha sido realizado recientemente por uno de los últimos artesanos de la localidad, Heliodoro Pulido. Calzada tuvo fama en tiempos por la fabricación de morteros y arrabeles. Es de raíz de fresno y conserva en un lateral el pegote de resina para frotar el arco y la fecha e iniciales del fabricante en el otro lateral, pintadas a bolígrafo “2019 HE P”.











ACORDEÓN DIATÓNICO

La gran popularidad en España de los acordeones diatónicos de botones viene desarrollada desde finales del XIX y principios de siglo XX y duró hasta pasada la Guerra Civil, cuando empezaron a ser sustituidos por los acordeones de teclado, ya cromáticos. Estos pequeños y sencillos acordeones estaban fabricados en madera lacada siendo el fuelle de cartón decorado, las teclas de nácar -que cuando se perdían o rompían se sustituían por botones- y se adquirían muchas veces en las ferias comarcales, dado su bajo precio, ante una demanda en aumento por la aparente facilidad en su ejecución.

Este acordeón fue donado a la Fundación en el mes de mayo por Charo Sile Jaén y a su vez fue adquirido en un anticuario del Puerto de Santa María (Cádiz) en 1989.









FLAUTA DE TRES AGUJEROS Y PORRA DE TAMBORIL

No son muchas las flautas de tres agujeros antiguas que se conservan. El transcurso del tiempo que deteriora los ejemplares, el uso continuado de los mismos al pasarlos generalmente unos familiares a otros durante generaciones ante la brillantez o categoría musical del mismo por la buena sonoridad hace que sean bien recibidos todos los instrumentos originales. La flauta recientemente adquirida en León se acompaña de la porra con la que el tamboritero golpeaba el tamboril. Presenta el estilo clásico de estas tierras, torneada la embocadura y adornada a lo largo de la pieza con anillos incisos muy sencillos. Como dato curioso anotaremos que la porra es de madera de encina y conserva la bellota recubierta de astas de vaca a modo de capuchón, costumbre ésta habitual en otras zonas cercanas zamoranas.

Luis Mondelo, gran conocedor de esta tradición nos indica que la flauta posiblemente perteneciera al taller del músico y constructor el “Tío Tomasín” de Prada de la Sierra (León) y estaría fabricada en madera de urz (brezo) a principios de siglo XX.









SONAJEROS

El mundo mágico infantil pasa por entre muchos usos y costumbres, por la utilización de multitud de adminículos que en los primeros meses de vida acompañaban al infante protegiéndole de toda suerte de maleficios. Sirviendo de protección contra todo tipo de enfermedades corrientes y otras malintencionadas, se manifestaba una gran variedad de amuletos, relicarios, dijes, adornos, joyas prendidas en la manga, en el gorro, en el juboncillo, dispuestas en la cuna o engarzadas en cintos que envolvían el cuerpo del niño y que servían para su entretenimiento y donde no faltaban campanillas, cascabeles y babadores o chupetes. Otras veces pequeños amuletos se recogían en bolsitas colgadas de la cintura o al cuello, donde además solía haber un escapulario con los santos evangelios -los primeros párrafos de los capítulos de san Juan- y la regla de san Benito. Así aparecen como relicarios, castañas engastonadas y recercadas en plata que protegían de las enfermedades de la cabeza o la misma locura, conchas marinas, piedras para facilitar el flujo de leche materna, bolas de azabache, corales o unas expresivas manos talladas en cristal o azabache con el puño cerrado colocado el dedo gordo saliente entre el índice y el medio o anular, como gesto conocido y atávico para repeler cualquier manda contra persona. El sonido de los cascabeles o las campanillas -de plata muchas veces- además de servir como ya decimos de entretenimiento de los niños, en la memoria popular se conservó como recuerdo de que el tintineo del instrumento alejaba a las brujas o las distraía, evitando de esta manera el maleficio hacia el niño.





Esta pequeña colección de cascabeleros de la primera mitad del XX figuran como procedentes de Valladolid capital y serían adquiridos en diferentes joyerías o comercios de la misma o de fuera de ella, ante la generalización de la fabricación en molde de los mismos alejada del fino trabajo manual de los talleres joyeros de siglos pasados. Uno de ellos tiene forma de oso, otro de concha, otro de conejo y otro se conforma con una rueda o rulina. Precisamente el de forma de oso -con esta figura para hacerla más atractiva a los niños- conserva el aro o mordedor de plástico (imitando marfil) donde los niños calmaban el dolor de las encías con el frío constante de este material. Bañados en plata, alguno de ellos han ido perdiendo la capa noble con el paso de los años.













Sumario de Parpalacios: