Los novísimos
Lámina dividida en tres franjas, de altura progresivamente decreciente desde arriba hacia abajo. Sin embargo, el orden catequético de presentación es el inverso, de abajo hacia arriba, como señalan los números de las tres únicas escenas, en que se resumen los novísimos, o realidades que tienen que ver con la suerte final de los hombres.
1. La muerte. Con un estilo nada macabro (en la lámina 46 aparecía una muerte casi elegante), la franja inferior presenta el cadáver de una persona joven, cubierto por un lienzo, que no impide ver el crucifijo sobre su pecho. Es la realidad de una vida que tiene un principio y un final, pero que no tiene tintes dramáticos, en la extraordinaria serenidad de la imagen.
2. En realidad hay asociadas tres escenas, conectadas entre sí, en la franja intermedia. Por un lado, está, en el centro, el juicio que Jesús realiza sobre la actuación de cada persona. Conecta temáticamente con la lámina 20, que recoge la afirmación del credo “Vendrá a juzgar a vivos y muertos”. Pero en esta ocasión no aparece la majestuosidad de la lámina aludida, porque lo que quiere representar la lámina es el juicio particular, o privado, que la reflexión teológica diferenciaba del juicio universal, público y notorio, al final de los tiempos. De ahí que aparezca Jesús como juez, pero no ante una muchedumbre ingente, como recoge la lámina 20. Aquí aparece un juicio personal, pero doble, para presentar otro supuesto de los novísimos: infierno y gloria, o salvación y condenación. La salvación, a la izquierda ––la derecha de Cristo—, con la representación del alma con túnica blanca acogida por un ángel, mientras el demonio se resiste ante la presa perdida; y la condenación, a la derecha ––la izquierda de Cristo—, con el alma ennegrecida arrastrada con cadenas por un diablo al infierno, mientras un ángel se cubre los ojos de pesar. Vuelve a aparecer el bien y el mal, en esta ocasión de forma irrevocable, porque el juicio emitido por Jesús es, asimismo, irrevocable.
3. En la parte superior, la tercera escena, bastante acaramelada, trata de ser continuación del juicio favorable, al que sigue la entrada en la gloria. Esta entrada, de izquierda a derecha, muestra al alma con túnica blanca —no podría representar el cuerpo, porque no se ha producido aún la resurrección final, la resurrección de la carne (lámina 29)— acompañada por un ángel, y presentada por María, como introductora en el cielo de los salvados. Da la impresión de que es ella, quien “presenta” a la persona salvada ante la Trinidad. Con esto se deja a un lado lo que ofrecía la escena inmediatamente anterior, según la cual el propio Jesús juzga y establece la suerte de cada uno. No es lógico, pues, que, a continuación, tenga que ser introducida la persona que ha obtenido la salvación.
Pero un desmedido afán católico de exaltar la figura de María, y de hacerla intercesora en la salvación, y medianera indispensable en todas las situaciones, fuerza las cosas plásticamente como para presentarla no como salvadora —¡sería demasiado!—, pero sí como introductora de los salvados. Esta exaltación inmoderada de María como mediadora dejaba a un lado, como si la desconociera, la enseñanza expresa de que “hay un solo Dios, y también un solo mediador entre Dios y los hombres, Cristo Jesús, hombre también, que se entregó a sí mismo como rescate por todos” (1 Tm. 2, 5-6). La fidelidad al único mediador ha sido una de las reivindicaciones seculares de los reformados, frente a la postura católica, más laxa, hasta el punto de llegar casi a desdibujar la afirmación bíblica.
Luis Resines