LA ERA DEL BIEN Y DEL MAL

Pecados capitales



Lámina dividida en cinco escenas: una en la parte superior, y otras cuatro, en dos franjas, contrapuestas dos a dos.

Tanto esta lámina como la siguiente —abordan el mismo tema— presentan los pecados capitales en la enumeración clásica, y las virtudes que se les oponen. En unos casos aparecen con dos dibujos enfrentados entre sí por el tema, y por la posición en la lámina; y en otros casos se trata de un solo dibujo que incluye tanto el vicio como la virtud opuesta.

1. Escena de la oración del fariseo y del publicano, acorde con la parábola de Jesús (Lc. 18, 9-14). Ambos contrapuestos en su oración a Dios, situados en el interior del templo de Jerusalén, reconocible por al candelabro de siete brazos. La parábola evangélica establece la comparación entre los dos personajes, es decir, entre la soberbia del primero y la humildad del segundo.

2-3. Dos cuadros contrapuestos en el nivel medio de la lámina: la avaricia y la virtud opuesta de la largueza. Para la avaricia, el dibujante ha representado a Judas, cegado por la codicia de los treinta siclos de plata recibidos por traicionar a Jesús, que aparece al fondo del cuadro cuando es detenido. La largueza tiene su representación en santa Isabel de Hungría, célebre por su caridad al distribuir limosnas entre los necesitados, a los que atendía personalmente.

4-5. También cuadros opuestos. La lujuria aparece en la imagen de los dos viejos que espían a Susana: “Los dos ancianos la veían a diario cuando entraba a pasear y llegaron a desearla apasionadamente” (Dn. 13, 8). En el octavo mandamiento había aparecido la confabulación injusta de los dos jueces, desbaratada por Daniel frente al testimonio inicuo dado por ellos (lámina 41). A la castidad le corresponde la imagen recatada de dos mujeres que va a realizar sus quehaceres sin llamar para nada la atención.

Luis Resines










Tuve la suerte de ir a un colegio laico de cuyas enseñanzas sólo guardo buenos recuerdos. Las lecciones éticas que aprendí de mis mejores maestros ––principios basados en la justicia, la solidaridad, la compasión, la tolerancia, el esfuerzo y la voluntad— me di cuenta, al cabo del tiempo, de que tenían un origen religioso o, para ser más precisa, sagrado. No hay argumento científico, ni siquiera tras los últimos avances genéticos, que nos permita comprender nuestros anhelos trascendentes; ni las emociones sublimes ni las experiencias trágicas. Por eso, cuando pierden vigencia las religiones tradicionales crecen los movimientos espirituales de difícil clasificación.

Alguno de esos maestros me incitó a leer la historia de las religiones y así, desde muy niña, me familiaricé con la lectura de la Biblia, el Corán o el Evangelio de Buda. Tal vez por eso nunca desprecié las imágenes o los símbolos religiosos. He sentido rechazo, sin embargo, hacia la idea del pecado, especialmente a los pecados de la carne, como es el caso de la lujuria que aparece en la iconografía. La religión católica, en mi opinión, llama lujuria a lo que casi todos consideramos una forma de amor.

Nativel Preciado. Periodista



Exposición