LA ERA DEL BIEN Y DEL MAL

Jesucristo



Dos mitades en la lámina, superior e inferior, con evidente paralelismo.

1. Jesús en la barca, solo, sin acompañantes, enseña a la multitud de la orilla: unos sentados; otros, más lejos, en pie (Mc. 4, 1-2; 3,9). Al fondo una construcción evoca alguna de las ciudades que bordeaban el lago: Cafarnaum, Genesaret... (una escena similar aparece en la lámina 61, cuadro 3).

2. El cura, sentado en una butaca, enseña a ocho niños que tiene frente a sí. Diversas edades, estaturas, mentalidad, aunque la lección sea única para todos. El cura sostiene en su mano izquierda un libro, el catecismo, y hace un gesto de explicar lo que lee. Al fondo, el edificio de la iglesia, en cuyas cercanías el cura hace su labor.

La intención es patente: el contraste que proporciona la simetría (Jesús mira hacia la izquierda; el cura hacia la derecha), opone, sin enfrentar, a los dos protagonistas de la enseñanza: la que comenzó Jesús la prolonga en la actualidad el cura, sin que el dibujo permita el más ligero asomo de duda; más bien, al contrario, evoca que se trata de una repetición literal, un calco fiel (más literal figura aún en la lámina 42, donde el papa escribe al dictado de Jesús).

Sin que aparezcan, están resonando las palabras “Quien a vosotros escucha, a mí escucha” (Lc. 10, 16); o, igualmente, “Si han guardado mi palabra, también guardarán la vuestra” (Jn. 15, 20). El centro de gravedad se desplaza desde Jesús hacia el cura; ambos tienen el mismo ademán en sus manos; ambos enseñan; el uno es continuador del otro. La referencia clerical es clara, y lo que aparece en el dibujo es una imagen de que los curas son continuadores de la obra de Jesús. Es una idea de una iglesia en que el laicado tiene una función pasiva, y que la dirección, la enseñanza y el pensamiento están en manos de los clérigos (en la lámina 35 aparece la catequesis impartida por un seglar).

Ninguno de los dibujos sugiere el contenido de la enseñanza.

Luis Resines










El juego de la imagen comparada, doble, legible como símil, como metáfora, como correlato o también como antítesis, es un antiguo y eficaz recurso de la retórica visual que se potenció como sistema de persuasión y propaganda ideológica con la difusión del grabado en madera y metal que acompañó pronto a los textos impresos con caracteres móviles desde comienzos del siglo xv. Imágenes pareadas del Antiguo y Nuevo Testamento son extraordinariamente frecuentes en la iconografía cristiana de todos los tiempos, como prueba de la legitimidad del mensaje de Cristo dentro de la herencia de la antigua Ley, su incorporación a las tradiciones judías y el cumplimiento, en su Persona, de los lejanos anuncios de los Profetas.

Hasta los dípticos fotográficos de Rafael Navarro o las pinturas gemelas de Luis Gordillo testimonian en el ámbito del reciente arte español, la vigencia de un sistema que no ha perdido nunca del todo su eficacia.

Un ejemplo bien característico de su poder sugeridor durante el Renacimiento es el que se puso en juego al servicio de la Reforma protestante, con el uso de xilografías a doble página acompañadas de breves textos en que se mostraba simultáneamente un pasaje del Evangelio y una escena de la vida en la corte de la Roma papal: A la pobreza de Cristo se contraponía en estas imágenes intencionadas el inusitado esplendor y la desbordante riqueza del ceremonial pontificio, para buscar el desprestigio de la Iglesia y alentar la disconformidad con una crítica feroz que no se detenía ante las más denigrantes comparaciones (Roma/Babilonia, Papa en su trono/mujer sobre la Bestia).

La doble estampa litográfica que aquí se presenta tiene justamente la intención contraria, catequética y exaltadora de la figura del sacerdote como un nuevo Cristo. Por si las ilustraciones de Joan Llimona no fueran, de por sí, lo bastante elocuentes, un breve comentario escrito las explica con toda claridad y aproxima el conjunto a un diáfano emblema de los que tanto gustaron en el manierismo y el barroco, aunque aquí transparente y sin complejidades de interpretación. Para cerrar armónicamente la composición las dos figuras esenciales están contrapuestas: Cristo sentado en la barca, la mano derecha levantada en actitud de hablar a unos oyentes, sentados en la orilla los más próximos y en pie los más lejanos, sobre el fondo de una ciudad; el sacerdote, igualmente sentado en un sitial de madera cuyo perfil, bien visible, recuerda la doble curvatura del costado de una nave, habla a su vez a unos fieles sentados en bancos con alguno en pie no lejos de una iglesia románica, en un huerto cercado.

El tamaño mayor del sacerdote y su colocación más favorable a la pregnancia de la composición –trayectoria psicológica de la acción, (en este caso la voz que va del emisor al receptor en el sentido preferente para un occidental izquierda-derecha)– le confiere protagonismo.

El carácter sumario de la ejecución conviene a una estampa popular. Se han eliminado los detalles y las calidades en una ejecución ligera y que revela una gran habilidad del artista, para dar sentido a las escenas en un leve dibujo con lápices de pastel. El colorido suave y contenido trata de dar una impresión de sosiego, sin contrastes, lo mismo que la luz esponjosa, sin sombras duras, como de amanecer o de crepúsculo.

El estilo deriva del gusto nazareno del que arrancó toda la iconografía blanda sansulpiciana y olotiana que ha sido la última onda realmente extendida y aceptada por las masas devotas del arte popular cristiano, al crear toda una visión hoy relegada, como la llamada, en tiempos, Biblia de Tissot, colección de grabados en la que se inspiraron tanto los especialistas en arte sacro de fines del XIX como los primeros realizadores cinematográficos, franceses e italianos, que hicieron de las vidas de Cristo todo un género de enorme éxito en los tiempos del cine mudo.

Francisco J. de la Plaza.
Catedrático de Arte. Universidad de Valladolid



Exposición