La comunión de los santos
Lámina entera subdivida en varias escenas encadenadas entre sí.
[1] La central es la celebración de la misa, enmarcada —y, a la vez, separada— por dos grandes cirios. Conforme a la concepción de la misa en la época de publicación de estas láminas, ésta es una cuestión entre el sacerdote y Dios; la comunidad de creyentes está totalmente ausente (se afirmaba que estaba representada en el monaguillo). El sacerdote, pues, lleva a cabo la eucaristía: el dibujo representa la consagración. Trata de expresar el ofrecimiento de los méritos de Cristo, por todos los miembros de la Iglesia. Pero en lugar de ofrecérselos a Dios, en la parte superior de la escena aparece la Virgen, en actitud acogedora; de ella salen haces luminosos que descienden hasta el altar.
Hay una grave inflexión, pues unas láminas catequéticas deberían servir para formar y no para deformar. Es más que discutible que el ofrecimiento de la eucaristía se dirija a María. Los autores de la explicación quieren decir que la figura de María “representa el cielo, o sea, la Iglesia triunfante”. Pero es mala representación plástica la que tiene que ser matizada, para ver lo contrario de lo que contemplan los ojos. La sustitución de Dios por la de María genera confusión (repetida, con matices, en otras láminas: 22, 50, 51).
[2] A la izquierda, ascienden progresivamente una serie de espíritus salvados, como consecuencia de la aplicación de los méritos de Cristo en la eucaristía. Son salvados desde la escena que aparece en la parte inferior.
[3] En ella se representa el purgatorio: lugar de retención, que evoca la imagen del infierno (láminas 16 y 23); pero de la lóbrega mazmorra (rojo y negro) asciende, en contraste, un alma purificada que sigue a las que ya se encaminan hacia el cielo.
[4] Prosiguiendo por la derecha, la asistencia a un enfermo, por medio de la visita amical y de la ayuda expresa una de las manifestaciones de la atención y caridad que ejercen entre sí los miembros de la Iglesia. Por la ventana del imaginario cuarto se divisan, a lo lejos, unas personas que van en procesión en las cercanías del templo.
Luis Resines
Por su fe y su bautismo, el cristiano ha podido traspasar la barrera infranqueable de la terrible y atávica dualidad entre el mal y el bien, el diablo y Dios, el pecado y la gracia, las tinieblas y la luz, la muerte y la vida. Ganado el espacio de la vida, ésta se desarrolla circularmente en tres momentos: el de la Iglesia militante, la Iglesia purgante y la Iglesia triunfante. El número tres es el perfecto: el de Dios, uno y trino, y el del cristiano cuya vida pasa por la tierra y por el purgatorio para alcanzar el cielo. Olvidarse del purgatorio es retroceder a un superado dualismo, tierra-cielo. Los teólogos actuales sabrán lo que hacen cuando no quieren hablar de él. Pero ¿cómo habrían de recorrer el mismo camino para ir a la gloria el papa Juan XXIII, el papa Woytila y el papa Borgia? ¿Cómo no habrían de pasar éstos por el purgatorio y aquél ir directamente al cielo? La comunión de los santos es la Iglesia una y trina y es también la polea que, desde la santa misa como motor y eje, siguiendo el sentido de las agujas del reloj, el movimiento de la gran máquina del mundo, transporta las obras buenas convertidas en fe, esperanza y caridad a la Iglesia que sufre, que purga y que goza.
Ismael Fernández de la Cuesta.
Musicólogo. De la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando