El perdón de los pecados
Lámina dividida en dos partes: una escena primera, superior; y la representación en cuatro cuadros correlativos.
1. La primera escena representa la confesión de Pedro en Cesarea de Filipo (Mt. 16, 13-19). Más en particular se refiere a las palabras de Jesús a Pedro: “A ti te daré las llaves el Reino de los Cielos, y lo que ates en la tierra quedará atado en los cielos y lo que desates en la tierra quedará desatado en los cielos”. Jesús tiene unas enormes llaves en su mano derecha, que va a entregar a Pedro, arrodillado a sus pies. Los once restantes apóstoles son testigos del acto, de las palabras de Jesús y de la entrega; y a la vez son partícipes de la facultad de perdonar pecados, transmitida por Jesús (la misma escena aparece en la lámina 59).
2. La escena inferior consta de cuatro cuadros correlativos, entre los que se reparte el espacio restante. Representan cuatro momentos de la narración de la parábola del padre perdonador —mal llamada del “hijo pródigo”—. En el primer cuadro aparece la escena desgarradora de la fuga de casa, dejando al padre en un suspiro de dolor. El segundo cuadro presenta la dilapidación del dinero conseguido, en medio de unos brindis con los nuevos amigos conseguidos. El tercer cuadro recuerda el desastre de la derrota y abandono: no hay dinero, no hay amigos, ni tampoco vestidos ni lujos; desde la soledad, la miseria, la necesidad, surge la reflexión, estimulada por el hambre; y el arrepentimiento, impulsado por el sentimiento. El cuarto cuadro recoge la alegría del reencuentro, del abrazo paterno, de la acogida sin límites.
Aparece la idea del perdón por parte de Dios, tanto en la escena superior, como en la sucesión de cuadros de la inferior. No aparece referencia expresa al sacramento de la penitencia (saldrá en la lámina 57, en uno de cuyos cuadros se vuelve a recordar la parábola evangélica).
Luis Resines
La santa cólera contra una falta o injusticia grave, me parece una reacción legítima de alguien que se siente vivo y que se indigna y reclama resarcimiento. Celebro al Jesús que reaccionó así. Y más si la falta se comete contra personas desvalidas. Callar, entonces, sería hacerse cómplice. Sólo los muertos y los necios no se indignan.
Ahora bien, en mayor o menor medida, todos cometemos faltas o pecados (algunos, una o dos veces por semana), lo que nos obliga a no ser extremadamente severos en el juicio. Creo que, incluso, si el asunto no es muy grave, lo mejor es hacernos los olvidadizos, no darnos por ofendidos, que no crezca el rencor justiciero, que el odio no nos roce, que ese resentimiento vengativo no nos pudra el ánimo. Por nuestro propio bien. Una mirada tolerante y limpia sobre nuestros semejantes nos hará más comprensivos y magnánimos y, por tanto, nos acercará a esa felicidad que todos, incluso los que nos ofenden, perseguimos.
Ignacio Sanz. Etnólogo y escritor