La resurrección de la carne
Lámina entera.
El camposanto, abandonado, medio ruinoso, podría indicar el final de los tiempos, de la historia, cuando ya no queda nadie vivo para atender y cuidar las cosas. Entonces se produce la resurrección de los muertos, expresada con el término físico, material, de “resurrección de la carne”, según la expresión del credo.
Está resonando el pasaje de 1 Ts. 4, 16: “El mismo Señor bajará del cielo con clamor, en voz de arcángel y trompeta de Dios, y los que murieron en Cristo resucitarán en primer lugar”. El Apocalipsis alude también a este momento, con el sonido de la séptima trompeta: “Ha llegado el tiempo de que los muertos sean juzgados, el tiempo de dar la recompensa a tus siervos los profetas [...] y de destruir a los que destruyen la tierra” (Ap. 11. 18). El dibujo presenta los preparativos inmediatos: varios ángeles —no uno solo— hacen sonar trompetas, a cuyos ecos tiene lugar la resurrección. Hasta seis difuntos comienzan a salir de sus sepulcros, revitalizados. En la escena no hay nada tétrico, ni espantoso. La afirmación de la resurrección es precedente y condición indispensable para la celebración del juicio. Éste (representado en la lámina 20) tiene el carácter definitivo de premio o castigo. Pero la resurrección aún no.
En contraste con otras representaciones parecidas, debidas a los pinceles de otros artistas, donde salen de los sepulcros multitudes ingentes de difuntos, y éstos tétricos, como esqueletos animados, Llimona ha optado por otra línea divergente: pocos resucitados en número, y, a juzgar por lo que se percibe en el que está en primer plano, surgido de la tierra hasta la cintura, ceñida con un lienzo, goza de una salud plena. No cabe ni una resurrección en etapas progresivas, ni tampoco tenía sentido aterrar las imaginaciones infantiles con visiones cadavéricas espeluznantes. Nada de esto aparece en el dibujo.
Luis Resines
El relato más hermoso.
No se trataba sólo de que fuéramos a resucitar, sino que lo haríamos con nuestro propio cuerpo, lo que, bien mirado, planteaba numerosos problemas. Porque ¿cuál sería ese cuerpo? ¿El que habíamos tenido de niños, el de nuestra loca juventud...? Y, sobre todo, ¿para quién volveríamos a recobrar ese cuerpo, para qué amor? Ya que hablar de la resurrección de la carne sólo puede ser hablar de amor, pues la carne es una invención de los que aman.
Fijémonos en esta lámina. Los ángeles tocan sus trompetas y el cementerio se transforma en una huerta cuyos frutos son los cuerpos que resucitan. Les espera el juicio final pero, sobre todo, el encuentro con los que amaron. Ese hombre, por ejemplo, que se vuelve en primer término, ¿a quién espera encontrar a su lado? Y la delicada mujer que hay a su derecha, ¿a quién ofrece su mejilla? ¿A uno de sus amantes, a un niño...? Eso pasa con la carne, no es abstracta, pide diferenciarse. Por eso, de todos los que habíamos sido, sólo el cuerpo más feliz escucharía las trompetas de los ángeles, ya que la carne es la memoria de la dicha. Era entonces cuando empezaba el relato más hermoso. Un relato que subvertía con su loco sentido toda la triste religión de nuestra infancia. ¿Cómo podrían importarnos las lúgubres amenazas de sus sacerdotes si gracias a él, el relato más hermoso, ahora sabíamos que sólo el cuerpo que ha amado guarda las promesas de la resurrección?
Gustavo Martín Garzo. Escritor