Introducción a los mandamientos
Lámina dividida en tres franjas: una superior estrecha; otra inferior, de la misma anchura, subdividida en dos; y otra central.
Comienza la parte segunda de la colección de láminas: los mandamientos, con 13 láminas. Comienza también la segunda serie que se debe a Dionisio Baixeras.
1. La primera escena presenta a Dios que habla con Adán y Eva. No es el momento de la creación, sino cuando les instruye sobre lo que deben hacer y evitar. El dibujo no tiene en cuenta el relato bíblico, mítico, que se refería, además del “árbol de la vida”, al “árbol de la ciencia del bien y del mal” (Gn. 2, 9); las falsas promesas consistían en que “se os abrirán los ojos, y seréis como dioses, conocedores del bien y del mal” (Gn. 3, 5). Por eso, el dibujante ha situado el árbol a la vista, y, cerca de él, al diablo que acaricia a la serpiente (láminas 6 y 46). El bien y el mal diferenciados, establecidos, por la voluntad divina.
2. Dios entrega las tablas de la ley a Moisés (Ex. 32, 15-16). La manifestación de la teofanía (nubes, rayos: Ex. 24, 15-16) rodea a la figura de Dios que, en pie, entrega las tablas de piedra a Moisés, arrodillado y reverente. Es el paso de la ley natural, representada en la primera escena, a la ley escrita, concretada en los mandamientos.
3. En la franja inferior, Jesús aparece sentado enseñando a la muchedumbre (Mt. 5, 1): viene a cumplir la ley, y a mostrar cuál es la voluntad de Dios, completando la revelación del Antiguo Testamento. No deja de ser llamativo que este cuadro sea más pequeño que el precedente, cuando le gana en importancia objetiva.
4. El último cuadro presenta a un misionero enseñando el evangelio a unas personas de raza negra. Es la continuidad de lo efectuado por Jesús, puesto en práctica por la Iglesia. Hay un claro paralelismo entre los dos últimos cuadros. Como también hay una secuencia progresiva entre los cuatro. Con la salvedad de que el motivo central, la enseñanza de Jesús, aparece plásticamente rebajado respecto a la entrega de la ley.
Luis Resines
La contemplación de estas imágenes, no puede ser de otra manera, me retrotrae a la infancia. Láminas similares, quizá esta misma, colgaban de las paredes de las aulas del colegio adonde yo acudía de niño. Con ellas los educadores de la España de la posguerra pretendían inculcarnos el respeto a los mandatos divinos. Había que cumplir al pie de la letra los mandamientos que el Señor le entregó a Moisés en el monte Sinaí. Al mismo tiempo había que estar vigilantes, porque el demonio acechaba en todo momento, como ya les ocurrió a Adán y Eva en el paraíso. Los intérpretes de esa ley son, en la lámina, Dios Padre, con su barba poblada, Cristo y el sacerdote. Pero esa ley no se dirigía exclusivamente a un grupo selecto de los habitantes de este mundo. Era preciso propagarla por la faz de la tierra, a través de las misiones. Ahí aparecían los “negritos”, término que se utilizaba en mi infancia y que, pese a su apariencia cariñosa, resultaba despectivo hacia aquella raza, pues se pronunciaba desde el orgullo de tener la piel blanca.
Julio Valdeón Baruque.
Catedrático de Historia Medieval. Universidad de Valladolid