Los señores Mauricio hicieron una buena fortuna en las Indias y resolvieron regresar a Francia con sus dos hijos. Seis esclavos indios les llevaban el equipaje al puerto.
Estalló una tempestad. El barco naufragaba. El señor Mauricio ató a su mujer y a sus hijos a una tabla, pero él no pudo juntarse con su familia.
Los tres llegaron a una isla desierta. Tras cortar la cuerda, la madre y sus hijos dan gracias a Dios por haberlos salvado.
Como pasaban hambre y sed, la pobre madre se dedicaba a recoger frutos para sus hijos Víctor y Valentina.
Se refugiaban en el tronco de un árbol muy grande. Allí la madre leía para sus hijos en dos libros devotos que llevaba consigo.
La madre se sentía morir e hizo las últimas recomendaciones a sus hijos, que no comprendían lo que estaba pasando.
Un día que los dos hermanos, él de quince y ella de trece años, recogían conchas, vieron llegar una canoa con negros.
Los negros se extrañaron mucho del aspecto de los niños y los incitaron a montar en su canoa. Valentina tenía miedo, pero Víctor la alentaba.
Los negros presentaron los muchachos al jefe que decidió que no se los comerían sino que servirían en su tienda.
Fueron testigos de las ceremonias que hacían a su dios, un gran mono al que servían varios sacerdotes.
Como el dios murió, se decidió que era por culpa de los muchachos, a los que condenaron a morir quemados.
Cuando les iban a prender fuego, apareció una tribu enemiga que los atacó y comenzó el combate.
Los asaltantes resultaron vencedores; llevaron a los jóvenes con un hombre blanco que habían capturado en su viaje.
Encargaron a Valentina que engordara al hombre blanco, que resultó ser su padre.
Entonces ella se arrojó a los pies del jefe y se ofreció a ser comida si liberaban a su padre.
El jefe, conmovido por la piedad filial, liberó a todos y un día que llegó un barco francés, se los entregó al capitán, que los recogió con alegría.