Un pobre harapiento pregunta a un madreñero por cuánto vende el par de madreñas. “Os las dejo gratis”. El pobre, agradecido, le regala una semilla de melocotón. “Plantadlo y os dará fruta en toda estación”. El madreñero la plantó y el año siguiente daba los más hermosos melocotones incluso en invierno.
El rey, que era un glotón prometió dar su hija en matrimonio a quien le trajera un cesto de melocotones. El madreñero envió a su hijo con un cesto de melocotones. El rey los comió, pero al terminar, pensaba la manera de librarse de su promesa. “¿Qué sabes hacer?” “Madreñas”. “No quiero ser una madreñera”, gritaba la princesa.
El rey dice: “Debes llevar estos doce conejos a pastar al bosque y traerlos todos por la noche”. El madreñero los llevó al bosque y allí se dispersaron, cada conejo por su lado. Al caer la tarde llamó a su hada madrina, que le regaló un silbato mágico; el madreñero silbó para llamar a los conejos y llegó con todos al palacio. El rey lo mandó al bosque: “Debes cortar la mitad de los árboles y tenerlos listos por la tarde”. El hada madrina le regaló un hacha mágica que hizo el trabajo en un abrir y cerrar de ojos. El rey entonces le mandó cavar un estanque. El hada madrina le regaló una pala que cavó el estanque en un santiamén.
Entonces el rey quiso ver el estanque lleno de peces. El hada madrina le regaló entonces una varita de oro: a cada toque aparecieron carpas, lucios y tencas. Cuando había tantos peces que no se podía ver el fondo del lago, el rey le dijo: “Toma a mi hija”. El joven contestó: “Quédatela, que ya encontraré yo otra” y a un golpe de su varita desaparecieron el vivero y los peces.