Nunca deja de estar de moda el debate sobre la educación, o sea sobre la instrucción, es decir sobre cómo queremos que se construya el edificio de la personalidad humana desde los cimientos. Cada cierto tiempo nos obliga a ello una especie de hipócrita compromiso con quienes se están formando y siempre nos deja ese intercambio de ideas —cuando existe— un poso de incertidumbre: cuanto más cerca queremos estar de soluciones que nos tranquilicen más parecemos alejarnos de la certeza; cuanto mayor es nuestro empeño en demostrar la verdad de lo que defendemos se acrecienta más en nuestro interior la sensación de que estamos seleccionando la pieza equivocada y de que, probablemente, la figura que construimos no significa ni representa nada.
También cada cierto tiempo, quienes tienen en su mano la posibilidad de influir sobre la educación —escritores juiciosos, maestros de la comunicación, pedagogos— vuelven los ojos con curiosidad a uno de los recursos más estimados por el ser humano desde que comenzó a vislumbrar el primer albor de su limitada inteligencia: el cuento. Y es que los relatos —cortos o largos, divertidos o terroríficos, fantásticos o palmarios— son algo así como la biografía de la humanidad. Su único currículo. Su mejor y más característica seña de identidad. Por eso no podemos prescindir de ellos: porque lo que contienen nos define, nos atañe y nos distingue.
Se ha estudiado mucho la importancia del cuento como reflejo del ser humano y sus preocupaciones. Los trabajos de Propp, de Bettelheim, de Freud o de Jung son imprescindibles a la hora de comprobar por qué el individuo responde a determinados estímulos emocionales y cómo busca en ellos raíces o recuerdos que tienen que ver con sus genes, con su educación o con sus primeras sensaciones. Ahí está la verdadera finalidad de la tradición y el último sentido de los cuentos. En dar una solución personal a los problemas del entorno y contrastar esas conjeturas con las de quienes nos rodean para convertir todo eso en experiencia y poder pasarlo a quienes nos sucedan. Porque en ese intercambio de formas y contenidos se forja la personalidad, ese conjunto de referencias que, ante nosotros mismos y ante los demás, nos caracteriza de alguna manera.
Un asunto controvertido es el de la moraleja que pueden encerrar los cuentos. Algunas de las colecciones —y esta selección de estampas lo confirma— se escribieron y dibujaron precisamente para servir de guía en el comportamiento de los más pequeños. Vano intento el de controlar por decreto la instrucción o querer modificar las inclinaciones. Ética y moral, aunque son palabras que parecen significar lo mismo, tienen unos matices que convendría recordar: ética procede de "ethos" y significaba originariamente el lugar en el que se habitaba; la filosofía post aristotélica aceptó que esa morada podíamos ser nosotros mismos y sus paredes nuestra educación; moral proviene de "mos", costumbre, y viene a responder al conjunto de hábitos que repetimos con cierta frecuencia, de donde moralidad significaría nuestra inclinación hacia alguno de los principios que rigen esas costumbres. El buen criterio, sin embargo, nace de la posibilidad de elegir y del acierto en la elección. Yo creo que la ética de los cuentos de tradición oral no obliga. Se basa en una propuesta razonable para usar el libre albedrío ante las alternativas que se desarrollan. Y esa es su mayor virtud: en esa propuesta, el buen narrador —el buen ilustrador— nos ofrece la posibilidad de seleccionar las piezas con las que habremos de construir la figura, con las que edificaremos la vida.
Joaquín Díaz