Había una vez un hombrecillo de piernas torcidas llamado Federico que cuando se le murieron los padres a muy temprana edad, fue a ganarse la vida trabajando para un campesino. Tras tres años de trabajo, pidió permiso para marchar. El campesino le dio como paga tres platos, que Federico metió en un saco de cuero, y tras despedirse se fue por su camino.
Federico pasó por un monte donde había un espíritu al que le gustaba meter miedo a los caminantes. Federico se vio obligado a regalar al espíritu sus tres platos, pero este a cambio le dio una escopeta para cazar pájaros y un violín a cuyo toque todos se verían obligados a bailar, quisieran o no, y finalmente el don de que nadie podría negarle su primer ruego.
Caminando, caminando, se encontró con un hombre de largas barbas delante de un árbol en el que había un pájaro dorado que cantaba muy bonito. “Si pudiera tener el pájaro” dijo el hombre... Federico sacó el fusil, disparó y el pájaro cayó en unas zarzas. El hombre fue a recogerlo y entonces Federico se puso a tocar el violín y el hombre tuvo que bailar entre las espinas. “Si dejas de tocar te doy un saco de oro”. Y así fue.
Federico marchó muy contento con su dinero, pero el hombre acusó a Federico a la policía por ladrón. Tras una hora de interrogatorio, Federico se hallaba en el patíbulo. Entonces le rogó al juez que le permitiera tocar el violín. El juez, que no podía negarse a su primer ruego, se lo concedió. Todos se pusieron a bailar: el juez, el verdugo, los guardias, el hombre de la barba, jóvenes y viejos. “Para, para, te concedo la libertad”, dijo el juez. Cuando dejó de tocar, el juez reconoció al hombre de la barba como el ladrón que le había robado un saco de oro.
A partir de entonces, Federico se ganaba la vida tocando el violín para que la gente bailara. Y un día murió. Lo enterraron honradamente y cuando lo metieron en la fosa, saltaron las cuerdas de su violín. Y así se acaba el cuento de Federico y su violín.