Muchos autores, San Ambrosio entre ellos, atribuyen a Santa Elena —mujer de Constancio Cloro y madre de Constantino— el hallazgo de la cruz en que Cristo fue crucificado, gracias en unos casos a un sueño profético y en otros a la revelación de un judío llamado Judas. Por la cruz —el método de ejecución que los persas transmitieron como el más deshonroso de la época—, Cristo vence a la muerte y nos salva definitivamente de su dominio negativo al añadir, a las virtudes de la fe y el amor, la esperanza como crucial elemento de tensión en la vida del cristiano. Tal vez por ese acto positivo y universal, hasta la misma naturaleza, representada en la madera que sostiene al Salvador, se quiere unir al ser humano y participar en la sublime escena. Apenas hay acuerdo sobre el material utilizado: unos afirman que estaba hecha del mismo manzano que perdió a Adán; otros, de los ramos que recibieron a Jesús en Jerusalén. Baronio que estaría hecha de ciprés, boj, cedro y pino. Los más opinan que de encina, pues según Becano —el jesuita que armonizó los evangelios con la ley antigua— era el árbol utilizado por los romanos para crucificar a los delincuentes. En San Isidoro de León hay unos versos que dicen: «La cruz del Señor era de cuatro maderas, la base era de cedro, el elevado mástil de ciprés, (el travesaño) de las manos es de palmera, el título de olivo».