La burguesía incipiente de la ciudad quiso establecer su programa reformista e innovador de costumbres sobre cuatro pilares: la salud de los cuerpos por la higiene, la prosperidad económica gracias a la instrucción y al trabajo regulado y remunerado, la proliferación de las diversiones públicas para todos (cafés, teatros), y el cambiante mundo de la moda (presumir imitando a las ciudades elegantes) como activador del comercio y de la industria. La milicia y lo eclesiástico iban por otros caminos.
La plaza de Zorrilla, urbanizada a partir de 1894, era un nudo de distribución de calles, unas para salir de la ciudad y otras para adentrarse en su entramado. Por su situación e importancia se juzgó como un lugar adecuado para erigir una estatua al poeta vallisoletano puesto que era la entrada al Paseo que ya llevaba su nombre. Aunque la idea surgió en 1895, hasta cuatro años más tarde no se llevó a cabo, partiendo la iniciativa del Ateneo de Madrid y realizándose el monumento por suscripción pública.