Felipe II encargó a Juan de Herrera los planos de un enorme templo que nunca llegaría a terminarse. Sobre las ruinas de la Colegiata que se había comenzado en tiempos del emperador Carlos I para sustituir a la edificada por el Conde Ansúrez, se iniciaron las obras en las que intervinieron sucesivamente distintos arquitectos. Herrera y los continuadores de su espíritu eliminaron los restos románicos y góticos que quedaban, dejando sólo algunas capillas para uso de los canónigos de la nueva catedral. Una de las torres se hundió en 1841 y la otra, existente todavía, se alzó a finales del siglo XIX.