Durante el Sábado Santo, hasta tiempos recientes, la Iglesia celebraba los oficios de la vigilia de Pascua, con el bautismo de los catecúmenos, la bendición del fuego nuevo, del cirio pascual y con la bendición de la pila bautismal y del agua que después se usaba en la iglesia y en las casas. En la misa de la vigilia de Pascua se volvía a decir el Aleluya, cuyo cántico se había interrumpido desde la vigilia de la Septuagésima. Era en esa ocasión cuando se arrojaban desde el coro de las iglesias unos papelitos recortados.
AUDIO
La albricias. San Cebrián de Mudá (Palencia).
Felisa García de 92 años, natural de San Cebrián de Mudá y residente en Vallespinoso de Cervera desde que se casó, Le acompaña su hija Teresa.
Grabado por Carlos del Peso y Carlos Porro el 16 de julio de 1992.
CREENCIAS
Pese a ser una costumbre de gran simbolismo pero además muy estimada y divertida, hay poca documentación sobre la forma de ejecutar el simpático y multicolor arrojamiento de aleluyas desde el coro de las iglesias. Conocemos grabados sobre niños que van vendiendo los pliegos e incluso de aleluyeros vendiendo pliegos a niños (en el Abecedario de vendedores y oficios editado por Marés en 1873), pero escasean las láminas en las que se pueda observar la costumbre en cuestión de arrojar los papelitos sobre la procesión o sobre el público que la acompañaba.
Entre esos escasísimos ejemplos hay un dibujo de Cibera que acompaña la edición decimonónica del periódico "El Duende Crítico de Madrid" y en concreto la hoja del 12 de abril de 1736, en el cual se puede observar al Duende que se incorpora de un catafalco sobre el que reza la leyenda: "Aleluya, Aleluya, que el Duende se sale con la suya" (se refiere a que el periódico y su incansable artífice volvían a la carga después de un período de ostracismo). Delante del ataúd, y en ademán de mostrar triunfalmente algo, un niño señala hacia la parte derecha del espectador, donde otros pequeños están arrojando alborozadamente unos papeles de un tamaño como de octavo.
Sin duda el grabado, publicado en 1844, reproduce la costumbre -existente todavía en la época en que se xilografía- de arrojar esos trozos de papel o vitela con dibujos bíblicos y las palabras Aleluya, Aleluya en el interior de la iglesia. Los temas favoritos de esos billetes u octavillas eran, por supuesto, la Resurrección de Cristo y la de las almas que esperaban su redención, pero también el arca de la alianza, Moisés ante la zarza ardiendo, David tocando el arpa, Abel (símbolo de la fe) ofreciendo su sacrificio, las insignias de la pasión, un cordero Pascual, unos porteadores de un enorme racimo de uvas, los cuatro símbolos de los evangelistas e incluso algunos ángeles con diferentes objetos asimilables a la época del año de que hablamos, como un ancla, tradicional sustituto de la cruz en la iconografía cristiana; tampoco puede pasarse por alto la costumbre de utilizar, en determinadas diócesis, catedrales, colegiatas o iglesias, algunos dibujos de santos de especial significación por su sabiduría o por sus poderes taumatúrgicos (es conocida la costumbre de hacer con el recorte de un san Blas, por ejemplo, una bolita y hacérsela tragar al enfermo de anginas para conseguir su restablecimiento).
Es decir, en el fondo de todo, la necesidad de convencer con la imagen, de enseñar a través de la ilustración e incluso de sanar por simpatía.