La palabra Almanaque sigue despertando todavía curiosidad entre los filólogos, que tratan de encontrar en esta o aquella raíz su origen. Parece probable que el término manâh, signo del Zodíaco o lugar donde el sol descansaba doce veces a lo largo del año, fuese el étimo primero del cual derivarían luego las significaciones referentes al reloj de sol o a la climatología y su relación con la astronomía. Sea como fuere, los almanaques ibéricos comienzan a hacer fortuna en el siglo XV, con el primer Renacimiento, sobre todo a partir de la publicación en Portugal y España respectivamente de dos títulos debidos al judío Zacuto y al bachiller Hoces.
En realidad, el modelo de estos libros pequeños y útiles, que pretendían ser un tratado abreviado de todas las ciencias e incluso hacer alguna incursión en el campo de la adivinación, venía a integrar en un solo volumen los "repertorios" (libros en que se hacía relación de sucesos históricos notables), los calendarios y lunarios (con los santos del año cristiano uno por uno y las fiestas más celebradas según las fases de la luna) y los pronósticos (con predicciones sobre el tiempo atmosférico y algún horóscopo). A partir del siglo XIX, con la apoteosis del Romanticismo y la proliferación de viajes pintorescos, los Almanaques añadieron a todos aquellos propósitos la nueva pretensión de servir de guía y proporcionar datos estadísticos sobre personas, lugares y monumentos.
Uno de los Almanaques más populares, editado y reeditado siglo tras siglo, fue el de Jerónimo Cortés, titulado Lunario y pronóstico perpetuo.