Cirilo fue educado en Jerusalén a donde le llevaron sus padres con la intención de prepararle en el conocimiento y manejo de las Escrituras. Fue ordenado sacerdote por San Máximo, quien le encargó la preparación de los catecúmenos. Una vez fallecido Máximo le sucedió como obispo de Jerusalén. Mantuvo frecuentes enfrentamientos con Acacio, obispo de Cesarea, si bien algunos autores sitúan la polémica más en el terreno de lo personal que del dogma. Acacio, sin embargo, consiguió mandar al exilio varias veces a San Cirilo, sin duda por la influencia que tuvo sobre el emperador Constantino. Al morir éste, su sucesor llamó a los obispos desterrados por su antecesor y Cirilo volvió a Jerusalén. Participó con San Gregorio en el Concilio de Constantinopla en el 381 y murió en el 386 después de haber pasado casi dos décadas fuera de su sede.
CREENCIAS
Alban Butler recoge en su monumental obra sobre los santos, parte de una carta enviada por San Cirilo a Constantino narrando un suceso que tuvo lugar el primer año de su obispado. "Se ha puesto en duda su autenticidad -escribe Butler-, pero el estilo indudablemente es suyo y aunque interpolada, ha resistido la crítica adversa". La carta dice:
En las nonas de mayo, hacia la hora tercera, apareció en los cielos una gran cruz iluminada, encima del Gólgota, que llegaba hasta la sagrada montaña de los Olivos: fue vista no por una o dos personas, sino evidente y claramente por toda la ciudad. Esto no fue, como podría creerse, una fantasía ni apariencia momentánea, pues permaneció por varias horas visible a nuestros ojos y más brillante que el sol. La ciudad entera se llenó de temor y regocijo a la vez ante tal portento y corrieron inmediatamente a la iglesia alabando a Cristo Jesús único Hijo de Dios.