Yo me puse a monterera por ganar algunos cuartos
y en aquel tiempo nacían sin cabeza los muchachos.
El adorno es indicativo de fiesta, de juventud y señala los momentos claves en los ritos de paso de las comunidades. Los quintos del año, en Valladolid, Palencia o la sierra de Avila orlaban de flores, escarapelas con espejuelos encintados por la novia o por la madre o hermanas, los sombreros que lucirían los días siguientes al sorteo, durante la corrida del gallo y las cuestaciones y bailes de carnaval. Del mismo modo las borlas de los sombreros “de pico limón” y “pararrayos” o los encarrujados coloristas de paja en los sombreros de centeno de las serranas advertían de la juventud y de la disposición para entablar relaciones.
Este año mi morena, me borda la escarapela,
para que pueda lucirla cantando en la corredera.
La colocación de los tocados variaba en las zonas y en cada persona adquiría un lenguaje diferente dependiendo de su estado de ánimo. El sombrero echado hacia adelante, hacia atrás o a “la media fortuna” pintaba al hombre un semblante temerario, orgulloso o chulesco.
El sombrero alicaído nunca lo he podido ver,
ahora lo lleva mi amante y me parece un clavel.
La misma lucha que tuvieron calzones y pantalones, sayas y faldas, zapatos y abarcas, lo viejo y lo nuevo, se repite entre los aristocráticos sombreros y los tocados labriegos a lo largo del XIX y XX. La popular boina, desarrollada exageradamente desde la mitad del XIX se popularizó enormemente logrando asentarse como tocado durante más de cien años entre el campesinado hasta su actual transformación, arrumbando a la puntiaguda montera. Generalizadas en las provincias vascongadas como parte del uniforme carlista, se comercializaron masivamente en fábricas en Azcoitia y Tolosa desde 1842 y acabaron calando de manera notable entre las demás regiones españolas. Tan sólo los portugueses cercanos mantuvieron vivo el uso del sombrero, mientras que en la Península iban cayendo barretinas, monteras, cachuchas, sombreros y pañuelos anudados con mil gracias a la cabeza. La baratura de la prenda industrial, como siempre, favoreció la fácil venta del producto en las zonas cercanas a las fábricas. Así en Andalucía o la Mancha, a pesar del uso, guardan buen recuerdo del sombrero y la gorra en sus diferentes variedades (de catite, calañés, de ala ancha, etc) y se mantiene en la memoria gallega, extremeña o castellana la montera de pelo o paño, el pañuelo anudado a la cabeza o los sombreros de centeno que hábiles tejían las mujeres de Avila, Segovia, Cáceres, Toledo o Salamanca.
Del vuelo de la boina me he enamorado yo,
del vuelo de la boina, del que la lleva no.
Los grandes sombreros con un palmo de ala sujeta con bridas a lo cimero para evitar que cayera hacia la cara -cosidas a la copa formando un tricornio durante el XVIII- a pesar de intentar recortarse tras la francesada se mantenía todavía en las primeras décadas del XX entre algunos charros del Rebollar.