La historia de la indumentaria, y más en concreto la del traje y el tejido, transcurre paralela a la del ser humano, su cultura y su pensamiento. No en vano se dice que cuando alguien está pensando o maquinando algo, está tramando o urdiendo, es decir, manejando la trama o la urdimbre para entrelazar ecuadores con meridianos, o sea perchadas con cárcolas. La sociedad tradicional consideró necesario, en particular por seguir los consejos de los moralistas, cubrir el cuerpo para evitar las tentaciones que su visión pudiese generar. Sólo las manos y la cabeza podían estar desnudos -y no siempre- pues, aparentemente, eran las partes más púdicas y representaban las ocupaciones más loables del individuo, es decir trabajar y pensar.
En cualquier caso, desde los tiempos más remotos, una de las actividades que relacionaron al ser humano con la naturaleza que le rodeaba, fue la de buscar elementos que le sirvieran para cubrirse. Primero, con pieles de los animales a los que mataba para alimentarse. Después con productos obtenidos de la tierra y elaborados con un proceso más o menos largo y costoso. De la necesidad hizo virtud y comenzó a mejorar el talle y los colores. Aprendió a coser y ensamblar las partes de los vestidos, así como a teñir y abatanar para mejorar el aspecto y la suavidad de los materiales empleados. Todo ello combinado con otros factores que le servían para personalizar sus gustos o para integrarle en sociedades gremiales.