Ni todas las partes del cuerpo eran iguales ni tenían la misma significación para las miradas, por eso decía el refrán “las mangas en holgura y el culo en apretura”, para evidenciar las diferencias. Cuántas veces los mozos se alimentaban de la imaginación y suponían que la amada se estaría poniendo o quitando prendas íntimas de esas que hacían subir la sangre a la cabeza. Y cuántas veces ellas soñaban con un mozo bueno que las vestiría bien y las desvestiría mejor hasta que la muerte los separase…Y qué hubiese sido del género humano sin imaginación y sin los sueños…
No todos los adornos se llevaban por presunción, sin embargo. Muchas joyas tenían un significado mágico y vestir o llevar determinadas piedras o metales daba suerte o protegía de enfermedades, dolencias o del mal de ojo. Las piedras, en ocasiones, recibían calificativos, como las de Santa Lucía (que en el País Vasco se usaba para colocarla sobre los ojos enfermos y que era en realidad un fósil de erizo de mar), las de Santiago o las de Santa Casilda, un aragonito o carbonato de cal, que se consideraba eficaz contra los flujos. La piedra del águila o de San Juan, que era un nódulo de limonita, evitaba los abortos y favorecía el parto. La piedra del rayo libraba de las exhalaciones y por eso la llevaban los pastores en sus zurrones; la creencia era que el rayo, al caer en la tierra, se sepultaba profundamente y tardaba siete años en aflorar en forma de piedra con propiedades extraordinarias. La piedra de leche, por ejemplo, solía ser una piedra de creta blanca o un pequeño hacha de sílex de aquellos usados en períodos prehistóricos, a los que se les aplicó después alguna virtud que perpetuara su valor; su principal cualidad era proporcionar una lactancia sin problema a madres y recién nacidos. En todos estos casos, las piedras se engarzaban en metal noble para servir como joyas.
Pero el adorno, en cualquier caso, era intrínseco al vestido. Algunas de las colecciones de estampas o grabados emprendidas por artistas y viajeros desde el siglo XVI nos muestran la afición a aderezar la indumentaria con galas y atavíos que se fueron convirtiendo con el tiempo en carta de naturaleza y acabaron derivando hacia el mal llamado “traje regional”, reflejo tardío de las modas cortesanas y espejo de gustos personales.