San Nicolás, a pesar de haber nacido en el pueblo de Santángelo, en Ancona, recibió su sobrenombre por haber residido en Tolentino los últimos treinta años de su vida. Desde muy pronto se ofreció al servicio de Dios y, posteriormente, escuchando a un fraile de San Agustín, Reginaldo de Monterrubiano, decidió que dedicaría su vida a la predicación y al cuidado de los pobres y enfermos en la orden agustiniana. Lo hizo con total dedicación y abnegación y sus hechos extraordinarios son recordados por la tradición que aún mantiene con fervor la veneración a sus reliquias. Cuenta la leyenda que un monje trató de llevarse los brazos de su cuerpo incorrupto pero se produjo con la amputación un flujo de sangre que permitió descubrir al ladrón y devolver las reliquias a su lugar. Aún se conservan las telas que enjugaron la sangre y los brazos incorruptos.
CREENCIAS
Una de las leyendas que se atribuyen al santo cuenta que, estando enfermo y con dolores de estómago, los médicos le aconsejaron que tomara algo más de comida, sin éxito porque ni siquiera podía tragarlo ni menos aún digerirlo. Una noche se le apareció la Virgen y le dijo que mojara un trozo de pan en agua y lo comiera, cosa que hizo por fin sin dificultad. En recuerdo de aquel hecho milagroso se hacen los panes de San Nicolás, una especie de bizcochos que se mojan en un vino dulce.
Otra tradición recuerda un sueño que tuvo San Nicolás en que se le aparecía un fraile conocido pidiéndole que dijese unas oraciones por su alma pues se hallaba en el purgatorio. San Nicolás se excusó alegando que no podría hacerlo hasta la semana siguiente pero al contemplar la visión de toda la llanura de Pésaro llena de ánimas que sufrían y gemían, se apiadó y dijo esa misa y otras siete más en los días sucesivos, costumbre que, desde entonces, se llamó septenario de San Nicolás y que se aplicó por las almas del purgatorio, de las que se le hizo patrono.