En el Ayuntamiento de Valladolid se presentó, con la asistencia del cardenal-arzobispo de Valladolid don Ricardo Blázquez y el Concejal de Salud pública y seguridad ciudadana Alberto Palomino, el libro de Luis Resines «El Catecismo de Valladolid de 1322», editado por el servicio de Publicaciones del Ayuntamiento. En el acto intervino Joaquín Díaz como prologuista del texto crítico, quien pronunció las siguientes palabras:
Para quienes tenemos ya una cierta edad, la palabra catecismo equivale a esa guía o manual de instrucciones que se nos ofrecía para armar o construir nuestro comportamiento desde que comenzábamos a usar la razón. Cierto que, como todo manual de instrucciones, invitaba a ser leído con atención y prolijidad para no perder detalle de las orientaciones, pero tan cierto como eso era que nos saltábamos la letra pequeña, o los párrafos que no entendíamos por complicados o farragosos, para quedarnos con lo que nos parecía esencial a la hora de montar el mecano de nuestras existencias. La versión que nos tocó repetir cientos de veces -porque el secreto de la eficacia de ese librito parecía estar en cómo se grababan pertinazmente sus normas en nuestra conducta-, la versión que nos tocó estudiar y memorizar, repito, tenía algunos párrafos que para las mentes infantiles eran como un jeroglífico complicado de entender y aún más de resolver. En particular a mí me resultaba casi ininteligible la parte dedicada al ayuno y la abstinencia porque, además de contener palabras desconocidas hasta ese momento como lacticinios, sumario, privilegio y colación, abría un frente irreconciliable entre la idea de la alimentación de mi madre, que nos quería sanos y lucidos, y la frugalidad predicada por el padre Gaspar Astete, solo pasada por alto si uno poseía alguna bula, o sea algún documento de aquellos que podían adquirirse con limosnas y de los que con cierta imaginación podía verse colgando la eximente bulla o bola papal. En lo demás, aquel librito de instrucciones compendiaba sabiamente las normas para que “todo fiel cristiano”, categoría en la que se supone que entrábamos nosotros, conociera las normas para creer, orar y obrar cabalmente. O, como se diría en un “catecismo explicado” que publicó Dámaso Santarén en 1842 en esta ciudad para definir en qué consistía la mayor sabiduría, para “amar a Dios, vivir cristianamente y caminar hacia el cielo”. De esta forma se seguía el camino marcado por Trento en el que la instrucción y educación de los más inocentes procuraba obviar cuestiones metafísicas, quedando para aquellos “doctores” que tenía la Santa Madre Iglesia, el papel de responderlas o desentrañarlas sin caer en el error de pasar por encima de ellas como de puntillas o incurrir en la equivocación contraria, “engolfarse en explicaciones áridas, en observaciones teológicas muy delicadas y en teorías abstractas muy profundas y difíciles porque ni los niños las entienden ni los adultos, no siendo teólogos muy instruidos, tampoco sacarían mucho aprovechamiento de tan difícil tarea. El pueblo -así se escribe en ese catecismo publicado por Santarén- solo comprende bien las explicaciones cortas, sencillas y de una claridad especial y análoga a su gusto, educación e inteligencia”.
También es cierto, digo yo, que el pueblo necesitaba una y otra vez que se le recordara el ámbito y la actitud que debía observar ante las dudas. Hace muchos años organicé un ciclo sobre antropología en la Universidad de Valladolid e invité a una de las sesiones a Don Antonio García y García, el impulsor del Sinodicón hispano, una obra tan impresionante como imprescindible para entender la historia de la Iglesia en España. Antes de la conferencia, y por entretener la espera, se me ocurrió preguntarle a Don Antonio si no le parecía extraño que aparecieran siempre las mismas cuestiones en los sínodos, lo que venía a demostrar que las normas se hacían más para limitar las conductas que para cumplir los preceptos. Pacientemente, Don Antonio me respondió: “La Iglesia, que ha estudiado a fondo el comportamiento humano, se ha pasado mucho más tiempo advirtiendo que castigando. Advertir es dirigir la atención, del mismo modo que educar es orientar. Pero el individuo no nace enseñado y mostrarle la diferencia entre obrar bien y obrar mal, lleva mucho tiempo”. Gran sabio Don Antonio…
La importancia de Valladolid en todas estas cuestiones, es decir las doctrinales y las inaprensibles, ha sido puesta ya de relieve por el propio Luis Resines quien, no solo en la edición que ahora sale a la luz, sino en sus estudios previos sobre otras publicaciones catequéticas -y solamente de la de Astete se habla de un millar de ediciones-, ha demostrado que la ciudad y la provincia han ido indefectiblemente unidas al desarrollo y conocimiento de la célebre normativa en sus diferentes versiones, desde los tiempos de Guillermo de Godin hasta los más cercanos de Santiago García Mazo, Benito Sanz y Forés o Daniel Llorente, por cierto vinculado familiarmente al autor. Tampoco el mundo editorial ha quedado al margen de ese interés por difundir la doctrina cristiana, de modo que Alonso del Riego, Manuel Santos Matute, la familia Santarén o la imprenta Martín participaron en esa tarea a lo largo de varios siglos y de muchas ediciones. En cualquier caso, hay que saludar con entusiasmo la aparición del más importante texto de doctrina de toda la Edad Media y del magnífico estudio que lo acompaña, debido al conocimiento y dominio del tema de Luis Resines.
Cátedra de Estudios sobre la Tradición, Universidad de Valladolid | Real Academia de Bellas Artes de la Purísima Concepción
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