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02-04-2019

Exposición «El pan nuestro: transformación y productos»

2 ABR 2019. Mayorga



Con la presencia del Vicepresidente de la Diputación de Valladolid, Guzmán Gómez, del Vicepresidente de la Cámara de Comercio, Javier Labarga, y del Alcalde de Mayorga, Alberto Magdaleno, se inauguró la exposición «El pan nuestro: transformación y productos», que estará en el Museo del pan de Mayorga hasta final del año 2019. En las vitrinas se pueden contemplar piezas, anuncios y documentos que muestran la importancia que tuvieron los cereales, el proceso de la harina y los muchos productos derivados, principalmente el pan, en la industria y la economía de Valladolid y provincia desde hace más de dos siglos.

La muestra ha sido organizada por la Fundación Joaquín Díaz y realizada por Ana Moyano y Victor Hugo Martín.



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«EL PAN NUESTRO: LOS CEREALES, SU PROCESADO Y SUS PRODUCTOS»


Previamente a la inauguración oficial, Joaquín Díaz pronunció una breve conferencia sobre la evolución de la producción harinera en Valladolid y las élites económicas.




Texto de la conferencia:


Poco antes de que Valladolid se convirtiese en ciudad –es decir, a fines del siglo XVI-, el regidor Alonso de Verdesoto ya había mandado reimprimir unas ordenanzas de 1549 que tenían que ver con el comportamiento de las personas, el correcto funcionamiento de los gremios y oficios y la mejora del buen orden de la Villa. La simple lectura de esas Ordenanzas invita a una reflexión. A la curiosidad que pueden despertar en cualquier persona atenta a los avatares históricos y a la evolución de la ciudad en que vive, hemos de añadir el valor específico que contienen los capítulos -vistos como fuentes documentales de conocimiento- para aclarar importantes incógnitas sociales o urbanísticas. Ese corpus normativo contribuye en gran medida a que consideremos la Valladolid histórica desde dentro, es decir, sumergidos en una realidad vital en la que se adivina un latido poderoso. Claro está que a esta reflexión positiva se puede ofrecer como contraste otra bien distinta: si las leyes que se imprimen a mediados del siglo XVI llegan íntegras, y susceptibles de ser aplicadas, casi al siglo XX, quiere ello decir que siguen sin cumplirse sus mandatos y que continúa vigente el vicio social que quiso corregirse con su promulgación. Sabido es que las normas las imponen siempre quienes gobiernan y que el espíritu que las alienta no suele coincidir con el pulso de la sociedad, pues o se anticipa a éste o trata de ponerle freno. En realidad, Valladolid ha practicado de forma consciente o inconsciente una autofagia incontrolada que lo mismo ha hecho desaparecer un rincón entrañable o unas venerables piedras que ha eliminado de un plumazo una costumbre tan antañona como inútil; siempre ha tenido entre sus fauces la ciudad algún pedazo de sí misma, como obsesionada por purificarse de una mancha que ni las aguas de los dos ríos que la surcan consiguieron lavar. Las Ordenanzas trataban de controlar la limpieza e higiene de la Villa, la comodidad, el vestido, el comercio y, naturalmente, los gremios y oficios que componían la trama social. Quien desee cotejar las ordenanzas con los bandos de los siglos XIX y XX comprobará que, salvando leves diferencias debidas a los tiempos y las circunstancias, se seguían prohibiendo los fraudes, los intermediarios ventajistas y los regatones aprovechados, amén de las condiciones sanitarias deficientes, los muladares, los cohetes, la mendicidad, el daño a los árboles y la turbación del reposo de los habitantes de la ciudad.



Esas normas se publicaron durante tres siglos sin apenas alteración, lo que indica que no sólo fueron oportunas y adecuadas en su momento sino que se incumplieron sistemáticamente desde que salieron de la imprenta hasta que se derogaron. Las ordenanzas contemplan un apartado dedicado a la molinería y dedican 12 capítulos al pan y a la harina, especialmente a su pesado y venta.

Una de las preocupaciones de los gobernantes fue siempre la de «normalizar» las pesas y medidas para evitar fraudes. A la torre de Babel de los sistemas de unidades vino a poner coto el sistema métrico decimal. O al menos a intentarlo: hubo una enorme resistencia entre los usuarios e incluso entre las propias autoridades del medio rural a cambiar unas normas centenarias que incluían fanegas, estadales, celemines y cientos de medidas consolidadas por la práctica y el uso.

En 1849 se adoptó por ley la resolución de cambiar todas las unidades anteriores al sistema métrico. En 1852 se publicó una Real Orden con las equivalencias entre las medidas primitivas y las nuevas.

Todavía en 1863 anunciaba el Norte de Castilla: «En vista de la indiferencia y punible abandono de la mayor parte de los ayuntamientos de esta provincia para llevar a efecto en las respectivas localidades el planteamiento del sistema métrico-decimal de pesos y medidas, el Sr. Gobernador ha acordado prevenir a los alcaldes que prohíban en su totalidad el uso de pesas, medidas y balanzas sin contrastar y, muy especialmente, el uso de romanas y básculas que tengan indicaciones o se hallen picadas por el métrico al propio tiempo».

En 1868, una fábrica de romanas, «La castellana», anunciaba que había comenzado a cambiar las romanas según el nuevo sistema.

En 1870 salió otro anuncio previniendo a los usuarios de la necesidad de adaptarse a las nuevas normas: «Desde el día 15 de Mayo será obligatorio el uso de unidades lineales, itinerarias y ponderales del sistema métrico decimal».

En 1873 se publica un Bando de la alcaldía de Valladolid sobre el almacenamiento de sustancias peligrosas dentro de la ciudad y sobre la utilización de las pesas y medidas del sistema métrico decimal.



En 1880 -30 años después de la primera ley-, se fijó la obligatoriedad del nuevo sistema.

El pequeño comercio y los mercados eran, sin embargo, el último eslabón de una cadena cuyo primer anillo habría que situar en el despegue industrial que se produjo en la ciudad a partir de mediados del siglo XIX, principalmente con la actividad de las fábricas de harinas y la sustitución de los antiguos molinos de piedra hidráulicos por el sistema austro-húngaro de cilindros. Para comprender el entramado productivo que se crea alrededor de la industria harinera aportaré un ejemplo: Hilario González, propietario de la Fábrica de tejidos «La Vallisoletana», llegó a la ciudad desde la provincia de Logroño, donde explotaba la Real Fábrica de lonas, vitres e hilazas de Cervera de Río Alhama fundada en el siglo XVIII y que se dedicaba a la producción de lonas y velas para barcos. La fábrica tenía 3.000 husos de hilatura y 12 telares mecánicos que tejían 5.000 piezas diarias. En 1852 Hilario adquirió Solá y Coll, una empresa que se dedicaba a la comercialización de tejidos de algodón en Castilla, y además consiguió formar sociedad con José León para construir una fábrica de algodón que abasteciese el mercado castellano. José León (posteriormente propietario y constructor del teatro Lope de Vega) ya era propietario de una fábrica de tejidos de lino en Valladolid, que Hilario quería convertir en productora de algodón. La sociedad no duró mucho y se disolvió, pero entretanto Hilario González atrajo a un nuevo socio, un comerciante de origen catalán, Antonio Jover y Vidal, que regentaba una fábrica de harinas próxima a León y llevaba el comercio de tejidos de su tío José Ramón Vidal en Valladolid. El nuevo establecimiento, levantado junto a la estación de ferrocarril, se llamó «La Vallisoletana», y se inauguró a principios de 1857 con varios socios vallisoletanos y santanderinos. Dos años después pasó a llamarse «Príncipe Alfonso», probablemente con motivo del nacimiento del príncipe. Tenía 5.000 husos y 84 telares movidos por máquina de vapor. Era la única fábrica de Valladolid que producía indianas, tejido de algodón estampado que estuvo de moda mucho tiempo. En 1864 trabajaban en ella 420 personas y los telares mecánicos habían aumentado a 154. El algodón llegaba a Castilla en los mismos barcos que llevaban harinas a América, y ello unido al Canal de Castilla y posteriormente al ferrocarril otorgó a la zona una posición ventajosa a la hora de adquirir esta materia prima. Posteriormente, en 1878, Hilario González puso una yutera en Santander, con la idea de confeccionar sacos de arpillera, lana y lino, que sirviesen para el envase y transporte de las harinas destinadas al mercado nacional.

Es decir, alrededor del negocio de la harina, que comenzó después a decaer a partir de la pérdida de las últimas colonias, se fue tramando una red industrial –fundiciones, fábricas de sacos, construcción de edificios para las nuevas fábricas, carpintería de madera, instaladores de mecanismos de cilindros, transportistas (ferrocarril, carretería, transporte fluvial), etc., etc.-.



Pese a la variedad de actividades, tal vez no sería ningún disparate afirmar que Valladolid tuvo durante la segunda parte del siglo XIX una clase única. Philippe Lavastre explica muy claramente en su magnífico trabajo sobre Valladolid y sus élites que esa clase única, formada por las diferentes burguesías, mantuvo su hegemonía porque el desastre industrial y financiero fue compensado por la actividad creciente y la sensatez y buen juicio del comercio vallisoletano, integrado por emprendedores recién llegados de Levante (como estereros, jugueteros, propietarios de bazares y vendedores de loza), de Santander (pequeños molineros y comerciantes de harinas), de Cataluña (tejidos y zapatos), del País Vasco (fundiciones y maquinaria agrícola), de Extremadura y Salamanca (choriceros y fabricantes de embutidos) o los propios comerciantes locales.

A pesar de que la sociedad vallisoletana tenía una única aspiración burguesa, podría hablarse de varios modelos de burguesía que tuvieron mayor o menor protagonismo según las épocas en el siglo XIX: la alta burguesía, compuesta por hacendados y propietarios, generalmente poseedores de grandes extensiones de suelo rústico procedentes de las desamortizaciones, y por grandes industriales; la burguesía media, integrada por agricultores cuya renta les permitía vivir en la ciudad, por comerciantes fuertes y por profesionales de determinados oficios denominados liberales como abogados, ingenieros, médicos, etc. cuyos ingresos doblaban por lo general los de cualquier integrante de la pequeña burguesía, constituida habitualmente por artesanos, comerciantes con negocios familiares y trabajadores y obreros de las fábricas e industrias, pequeñoburgueses en sus gustos pero proletarios en su economía.

La ruina del Banco de Valladolid en 1864 afectó a algunas de las familias que habían estado más implicadas en esa crisis aunque otras se salvaron adoptando una actitud insolidaria. Pese a que los informes acerca de la actividad bancaria eran excelentes a fines de la década de los 50 («todo hace esperar un brillante porvenir al Banco de Valladolid», decía el comisario real en su informe al Ministerio de Hacienda) la realidad es pronto bien contraria al comportarse la burguesía harinera de forma inesperada y aprovecharse del interés de las obligaciones emitidas por la entidad, que además podían ser usadas como billetes de banco y ser pagadas al portador.



No todos los miembros de esas élites, sin embargo, se vieron perjudicados por la crisis. Las familias Pombo, López Morales, Silió, Delibes, Alba, Semprún, Lecanda, Iztueta, Jalón, Álvarez Taladriz, Gamazo, Dibildos, Alzurena, Zorita, Alonso Pesquera, Reynoso, etc. mantuvieron o acrecentaron su estatus, favorecido en algunos casos por los enlaces matrimoniales y la consiguiente unión de sus patrimonios. En algunos casos, incluso (el de los apellidos Gamazo, Alba y Silió), se convirtieron en cabezas visibles de importantes partidos políticos -el liberal-fusionista, el liberal y el conservador- e influyeron en el desarrollo industrial con su actividad o con sus decisiones desde las carteras ministeriales que ocuparon.

Pero el principal cambio en la sociedad y en la economía, vuelvo a insistir, estuvo en las fábricas de harinas dedicadas a la transformación y molturado de cereal y en particular del trigo, que sustituyeron el ingenio de piedras de la molinería tradicional por un sistema de rodillos que permitió reducir los costos y aumentar la producción obtenida con cada kilo de grano. El invento se debía a diferentes patentes aunque la más usada fue la del ingeniero suizo Adolf Bühler, cuyo nombre quedó para siempre ligado a la obtención de harina de calidad y a la fabricación de los tipos de pan que ahora disfrutamos.

Otro modelo de fábrica, la de chocolate, tuvo en Valladolid y provincia mucho predicamento. Para los adictos había innumerables calidades y buena prueba de que el cacao era un producto muy demandado es que el propietario Basilio Santos, dueño de dos fábricas, cuando tiene que desprenderse de una de ellas por la crisis, opta por quedarse con la más productiva, la de chocolate. La tableta de chocolate se inventó en Inglaterra hacia 1847 y en España entró en 1854, comercializada por la Compañía Colonial. Valladolid fue una de las capitales de provincia que más fábricas de chocolate tuvo en el siglo XIX, contabilizándose a comienzos del siglo XX más de diez, entre las que estaban la de Dimas Alonso, la de Modesto Mata, la de Miguel Uña, la de Alejandro Tejedor, la de Eulogio Santillana y la de Eudosio López.

Industriales como Manuel Pombo, Toribio Lecanda o José María Iztueta –santanderinos los tres- unen sus nombres a propietarios como Mariano Miguel de Reynoso o Blas López Morales que compran grandes extensiones agrícolas o terrenos cercanos a la ciudad, provenientes de las desamortizaciones de Mendizábal y Madoz, para hacerse con la llave del desarrollo urbano y del incremento en la producción y exportación de trigo, por ejemplo. Dos fundiciones, la de Julio Cardailhac y Félix Aldea y la de Agustín Mialhe, serán precursoras de una próspera industria que tendrá a Leto Gabilondo o a Miguel de Prado como ejemplos más importantes. Durante ese período se crean casi 50 sociedades comerciales en la ciudad y en la lista de los mayores contribuyentes a la hacienda pública figuran en lugares destacados los fabricantes de harinas. Al abrigo de determinadas fortunas se abren las primeras entidades financieras serias: el Crédito Castellano, La Unión Castellana, el Banco de Valladolid, la Caja de Ahorros o la Sociedad de Crédito Industrial Agrícola y Mercantil.

Es decir, y con esto termino y podemos pasar a la exposición, Valladolid y su historia, tanto en la ciudad como en la provincia, no habrían sido las mismas sin el cereal, sin el trigo y sin sus derivados y el procesado de sus productos. Buena prueba de ello es la existencia de un magnífico museo como éste dedicado al tema, y de la exposición que hoy se inaugura para celebrar los diez años de su existencia.

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«EL PAN NUESTRO: LOS CEREALES, SU PROCESADO Y SUS PRODUCTOS»