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20-10-2018

Cambio de cronista en Valladolid

20 de octubre de 2018, Valladolid



Joaquín Díaz ejerció de maestro de ceremonias en el acto de bienvenida al nuevo cronista de Valladolid, José Delfín Val, y de despedida al anterior cronista, Teófanes Egido. En el acto, pronunció el siguiente discurso en elogio de ambos:

Permítanme comenzar esta breve alocución con una frase que, por usada, parece haber perdido su sentido original: hoy es un gran día para Valladolid. El día es una medida de tiempo que determina el paso de un número concreto de horas y representa el dinamismo de lo cotidiano y cíclico frente al concepto lineal y más reposado de las estaciones y los años.

El individuo siempre trató de controlar el tiempo inmediato, aquel que parecía ejercer un influjo directo sobre su propia vida, y sin embargo mantuvo una actitud más resignada ante el trascurso de los años, que imaginaba regido por la diosa Fortuna y su fenomenal rueda, lenta pero inexorable. En la Edad Media la campana marcaba y dividía el paso de las horas con su lenguaje sonoro y compartido, de modo que el trabajo y las oraciones se sucedían, adaptándose al ritmo de las noches y los días. Pero siempre, el tiempo y el lugar servían de referencia al ser humano para determinar ese aquí o allá, ayer o mañana que diferenciaban una actividad de otra. Las crónicas precisamente nacieron para convertir en historia aquello que merecía destacarse entre la sucesión monótona y hasta anodina de las horas. Escribir acerca de esos eventos y trazar las biografías de los personajes que los protagonizaban fue la tarea primordial de los cronistas. Uno de ellos, Fernán Pérez de Guzmán –tío del Marqués de Santillana- advertía sobre la posibilidad (buena para el cronista pero indeseable para la historia) de hacer un panegírico exagerado de los reyes y príncipes, que eran quienes solían encargar los escritos.

La naturaleza de las crónicas, por tanto, dependía del carácter y del sentido ético de los cronistas, o incluso de quienes recogían siglos después su relato para analizarlo o estudiarlo. Al mismo Fernán Pérez de Guzmán, por ejemplo, se le atribuyó un Valerio de las historias eclesiásticas que en realidad había sido escrito por Diego Rodríguez Almela al estilo de los Factorum et dictorum memorabilium de Valerio Máximo. Pero al decir que la naturaleza y el estilo de los relatos dependía del enfoque y la intención del escritor me quedo corto, porque la discreción y la prudencia deseables en el cronista podían verse sustituidas por la exageración o la mistificación o, lo que es peor, por la narración prosaica o pedestre, aunque viniese avalada por el prestigio de su autor, por una aseveración rotunda de sus biógrafos o por una frase exculpatoria ante lo improcedente de su estilo. Por poner sólo un ejemplo recordaré al granadino José María Carulla que se metió voluntariamente en el huerto de publicar nada menos que la Biblia en verso, hecho que ya ha quedado en los anales y en la paremiología popular como sinónimo de algo verdaderamente complicado, al modo de los trabajos de Hércules pero en el terreno poético. Aunque Carulla fue capaz de convertir discretamente a verso las partes más destacadas del libro sagrado, hay que reconocer que a veces el trabajo excesivo o la obviedad le pudieron, como en aquella rima que resumía el trascendental hecho del nacimiento de Cristo:

Nació nuestro señor en un pesebre
Donde menos se espera salta la liebre.

En fin, no era mi propósito demostrar la abundante tipología de cronistas ni la manera en que cada uno de ellos puede llevar a cabo su trabajo, sino explicar por qué hoy es un gran día para Valladolid: Teófanes Egido puede seguir ejerciendo su magisterio, siquiera sea como cronista de sucesos particulares, desde un retiro voluntario solicitado más por su discreción y humildad carmelitanas que por cualquier otro impedimento, y viene a ocupar su lugar como narrador de los hechos sobresalientes de Valladolid José Delfín Val, maestro de periodistas y escritor ameno y enjundioso.

Como la crónica de este acto en el que se van a transmitir las funciones del uno al otro me convierte en cronista transitorio del mismo, quisiera referirme a ambos desde la amistad pero también desde la objetividad que el evento y el lugar en que estamos requieren. Porque esa puede ser la cualidad más apreciada de un cronista y la más difícil de practicar. Uno no puede pretender ser objetivo cuando lo que va a describir le atañe. Puede tal vez describir los hechos tal y como los ve, pero su personalidad se implicará en ellos y la valoración que haga de los mismos así como la elección que haga de los términos para describirlos conferirá un valor al resultado de su mirada. Un cronista debe ser algo más que un buen escritor o un hábil descriptor de acontecimientos: un cronista es un guía, y como tal asume la responsabilidad de conducir al lector por los vericuetos de la historia, ayudándole a sortear los obstáculos y facilitándole los datos que le ayuden a construir su propia opinión.

Alguna vez he recordado la importancia de la mentalidad en la creación de la personalidad de los individuos y, en consecuencia, en la consolidación de las sociedades en las que vive y trabaja. Michel Vovelle, el autor francés de la obra Ideologías y mentalidades recomendaba abordar con humildad nuestro papel de espectadores vicarios : aconsejaba tomar primero una cierta distancia de los hechos para contemplar con perspectiva la problemática de las interpretaciones y luego aplicar la propia mentalidad. La crónica ayuda a comprender mejor la época que se describe, para evitar el error, siempre comprensible pero habitualmente indeseable, de analizar la historia exclusivamente desde nuestra posición espaciotemporal. Vovelle dedica gran atención al cambio que ha representado, dentro de nuestra propia sociedad, el papel que cumplen los héroes y el peso que han adquirido las muchedumbres. Recordaré de pasada su reflexión: “La sustitución de la antigua psicología de las muchedumbres o de los individuos, por el estudio de las mentalidades colectivas implica algo más que un cambio de actitud. Implica también un cambio de métodos. Tratar las actitudes colectivas en su masividad o en su anonimato impone salirse del marco estrecho de las fuentes tradicionales y en particular del informe o del relato, proyección de una mirada oficial, para explorar no sólo las proclamas de una sociedad en revolución, sino también sus silencios”.

Vovelle -y tras él otros historiadores, desde luego-, termina reconociendo su papel de narrador, de urdidor de una trama que tiende sus hilos entre el miedo y la esperanza. Gran tarea para una época en que son más abundantes los deshilados que los tejidos bien armados.

Valladolid reconoce hoy la labor de dos personas que, con su trabajo y sus indicaciones, nos han ayudado a mirar y a comprender mejor lo que vemos. También lo que otros vieron o creyeron ver.

Como cronista circunstancial o de transición me honra destacar la imagen y la profesionalidad de dos excelentes personas a las que se rinde homenaje esta mañana: al uno, Teófanes Egido, por su circunspección y capacidad de discernimiento que ha repartido generosamente durante años y al otro, José Delfín Val, como cirujano cuidadoso que ha desmenuzado las interioridades de su entorno para diferenciar entre lo sano y lo infectado. En cualquier caso estamos ante dos estilos, dos personalidades que han enriquecido y enriquecerán el patrimonio vallisoletano: uno, como escritor que sabe distinguir lo principal de lo accesorio y otro como maestro en el género del relato, que es –si la etimología no me engaña- el que se encarga de llevar, de trasladar los hechos a quienes puedan interesarse por ellos.