Los antiguos, al tratar de justificar con historias sus más remotos orígenes —fuesen o no legendarios—, se encontraron con un problema que trataron de resolver creando distintas categorías en las que pudiesen caber la realidad y la fantasía. Aristóteles en su Poética (IX) escribía: «La distinción entre el historiador y el poeta no consiste en que uno escriba en prosa y el otro en verso; se podrá trasladar al verso la obra de Herodoto y seguiría siendo una clase de historia. La diferencia estriba en que uno relata lo que ha sucedido, y el otro lo que podría haber acontecido. De aquí que la poesía sea más filosófica y de mayor dignidad que la historia, puesto que sus afirmaciones son más bien universales, mientras que las de la historia son particulares».
Los romanos solucionaron el dilema con una dosis de la propia medicina: «Quod gratis asseritur, gratis negatur», decía el proverbio latino (o sea lo que se afirma sin pruebas se puede negar sin pruebas). Siglos más tarde, San Isidoro, completando la idea de Aristóteles, hablaba de tres tipos de categorías para definir lo relatado: historiae —o sea los hechos que realmente sucedieron—, argumenta —es decir lo que podría haber pasado pero no pasó— y fabulae —o lo que es lo mismo, lo que nunca pasó ni pudo haber pasado—. Inventos y falacias, fábulas y hechos históricos fueron creando de esta forma —con la autocomplacencia y la consentida mistificación de escritores e historiadores— unos arquetipos que se difundieron a través de los medios más eficaces, entre los que estaban, cómo no, los impresos populares y la tradición oral porque la lengua, la literatura y la poesía son, en cualquier época, el mejor vehículo para entrar en la particular casa del espíritu y convencer a través de la palabra.