18-10-2024
Tuvo Valladolid fama de ser una ciudad sucia y maloliente, del mismo modo que sus músicos fueron considerados “mala gente” desde tiempos pretéritos. Dice el refrán que Dios escribe derecho con renglones torcidos y muy probablemente los escritores que visitaron la ciudad antes del siglo XIX tuvieron la oportunidad de comprobar por sí mismos tales extremos pues mencionan ambas lacras con mucha frecuencia en sus renglones: la invención de la música puede atribuírsele a un dios, pero no siempre sus seguidores fueron de estirpe divina.
Tomé Pinheiro da Veiga, visitante de la ciudad a comienzos del siglo XVII, colocaba a los intérpretes musicales en el último escalón social, alegando que los consideraba “como la peor canalla de cuantas hay”, contando además para demostrarlo con el aval de algún que otro fraile o clérigo local, como por ejemplo su amigo Fray Próspero. La Fastiginia y el Diario Pinciano ofrecen algunos ejemplos de cómo los clérigos insultaban a los músicos y éstos se defendían lo mejor que podían, dándose a entender con todo ello que ni siempre la música era “celestial” ni sus intérpretes unos angelitos.
A los lugares en que habitualmente se podía “disfrutar” de la música (la Corte y palacios de la nobleza, los templos, los teatros y las plazas públicas), se podrían añadir los talleres en que se fabricaban o vendían instrumentos, espacios muchas veces poco o mal conocidos. Músicos cortesanos, de capilla, de escenario y populares (incluyendo entre éstos a quienes amenizaban los cafés a fines del siglo XIX) fueron los encargados, pues, de alegrar durante cientos de años la vida de ricos y pobres vallisoletanos con los sonidos, las escalas y las tonadas de sus instrumentos.