Fundación Joaquín Díaz

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Fuentes, pozos y lavaderos de la provincia de Valladolid - Historia, cultura y arquitectura del agua

Jesús de Anta Roca

Edición digital: Fundación Joaquín Díaz • 2024

189 páginas
ISBN: 978-84-126425-7-5

Puede descargarse gratuitamente en formato PDF 21,1MB



Índice

Prólogo
Antes de empezar
El agua
Los afanes para disponer de agua
Fuentes y manantiales
Donde brota el agua
Geomorfología de Valladolid
Apostura y nobleza es mantener las fuentes
Arquitectura sin arquitectos
El espacio de las mujeres
Un lugar idealizado
Fuentes antiguas
Fuentes encañadas: captaciones y conducciones
Fuentes de la Ilustración
Las fuentes de la higiene
Posguerra: el agua empieza a llegar a las casas
La incuria del tiempo
Fuentes romanas, unas pocas referencias
Competencia e interés municipal
¡El agua es del pueblo! Gritó la gente de Medina de Rioseco
Los nombres de las fuentes
Y también los pozos
Acarreo: agua y cántaro
Había que ir todos los días
El cántaro roto
Los aguadores
Frotar y tender al sol
El jabón
Polvo de cenizas
Lavanderas de leyenda: pedrajeras y mingueleras
Algunos lavaderos
Misteriosas damas
Fuentes minerales
Unas cuantas imágenes
Epílogo en verso
Vocabulario
Informantes
Bibliografía
Archivos consultados

Prólogo de Joaquín Díaz

¿Es el agua ese líquido incoloro, inodoro e insípido al que se referían nuestros libros de texto colegiales? Creemos que no. El agua —las aguas, ya que múltiples son sus formas y sus variantes— se cambia de un color a otro para no ser menos que los cielos o porque la tierra que lo acompaña se tiñó con el sudor y la sangre de los hombres... También el agua se contagia del aroma de los prados cuya verdura besa, del polen de las flores a las que nutre o del olor tierno que cada primavera reside en los brotes de los árboles... Por otra parte el agua sabe a poesía; su composición está en la mente de músicos y poetas que cantan con hermosas palabras al mar, a los ríos, a las fuentes, a los pozos, al rocío, a la lluvia... El ser humano, que se compone básicamente de agua, sabe que gracias a ella vive y con ella comparte imperfecciones y virtudes: como los amantes clásicos, se envenenan al unísono y quedan indisolublemente unidos para admiración y aprendizaje de las generaciones que vienen y vendrán...

De la antigua costumbre hispánica de venerar las aguas y rendir culto a los númenes que las habitaban, ya habló Don Marcelino Menéndez y Pelayo en su Historia de los heterodoxos españoles, aludiendo al paso del panteísmo al politeísmo: las fuentes poseían un poder y había que buscar un Dios que lo personalizara. Ese antiguo poder del agua como generador de vida y misterioso símbolo de lo animado vino a confirmarse en expresiones populares y romances como «La flor del agua», de apariencia cristiana y fondo precristiano. La Iglesia, cubriendo con su manto determinadas celebraciones paganas, confirmó la exaltación de algunos ritos, como los de medio verano, en los que agua y fuego cumplían funciones tan importantes. Muchos folkloristas han descrito la creencia, común sobre todo en la parte septentrional de España, de que en la mañana de San Juan (advocación a la que se dedica el paso de la mitad del año) aparecía sobre la superficie de ríos, estanques, fuentes y lagos la llamada «flor del agua», extraña maravilla que hacía feliz a quien tuviera la suerte o la previsión de cogerla. Muchachas casaderas acudían con el alba a cortar esa flor que, además de transmitirles su poder lustral —muchas se bañaban desnudas a medianoche para no tener enfermedad ninguna durante los doce meses siguientes—, las introduciría dentro de la lógica mántica, permitiéndoles conocer si contraerían matrimonio en el curso del año. Naturalmente todos esos poderes eran conferidos por las hadas, ninfas o señoras de las aguas cuyo sortilegio, transmitido con el simple acto de bañarse o lavarse, acumulaba en determinadas fechas del año propiedades mágicas sobre las superficies hídricas.

La Virgen vino a sustituir, en los pueblos de tradición cristiana, a aquellos espíritus, convirtiéndose en vivificadora del prodigio y permitiendo, en este caso a la hija del rey, conocer el futuro que la aguarda: se casará y tendrá tres hijos, el último de los cuales —una hembra— le causará la muerte tras el parto. El hecho de que el agua sea, para muchos estudiosos del alma humana, uno de los símbolos del inconsciente (y de género femenino), nos incita a reflexionar sobre el dato curioso de que los personajes del romance sean femeninos y de que la profetizada desaparición de la infanta se haya de producir, precisamente, tras ser sustituida cíclicamente por otra mujer. La antigua creencia de que el agua, como elemento primordial, estaba relacionada con todos los elementos del cosmos (cielo y nubes / tierra y ríos o lagos / subsuelo y fuentes subterráneas, etc.) se ve de este modo unida a descubrimientos y estudios más recientes cuyo valor científico sería dudoso pero que aportan hipótesis atractivas al proceso del conocimiento humano; así, por ejemplo, la teoría de que el imprescindible culto al agua proviene de un recuerdo inconsciente del líquido amniótico que protege al feto. De modo similar se intenta explicar también la facultad de los saludadores para andar sobre hierro candente o tocarse la lengua con una plancha ardiendo, ya que aquel líquido que estuvo en contacto con el amnios seguirá protegiendo de por vida a este tipo de curanderos. En cualquier caso, siempre se le atribuyó al agua un poder fecundador; recuérdense las fuentes o pozos convertidos por la tradición en el remedio eficaz contra la soltería o la esterilidad.

Cuando Fermín Caballero recordaba en su Fomento de la población rural (Madrid, Imprenta Nacional, 1864) los obstáculos que se oponían al desarrollo de la población en terreno rústico, hablaba de impedimentos físicos, legales y económicos, y entre aquellos, el principal, la falta de agua. Hoy día sabemos que las causas de despoblación han sido múltiples y diversas a lo largo de la historia (pestes, peligros de invasión, falta de productividad en las tierras...) pero hasta nuestros días han llegado innumerables creencias ligadas al uso y abuso de las aguas que hacen de éstas un motivo de observación y un campo obligatorio para el investigador curioso.

Jesús de Anta Roca es uno de esos investigadores incansables y rigurosos que cada cierto tiempo ofrece el resultado de sus pesquisas en forma de cuaderno de campo con anotaciones complementarias. De ese modo, a las notas tomadas sobre el terreno de boca de sus habitantes, va añadiendo sus propios y autorizados comentarios que dan a sus trabajos precisión y amenidad. Así sucede con esta impresionante colección documental que nos descubre multitud de emplazamientos que en otras épocas fueron lugar de encuentro y hontanar de cultura.