A punto ya del destete posa este niño con su nodriza. Él caballero en su montura de ensueños, y ella, protectora aún, como la gallina que intenta cobijar con sus alas al díscolo polluelo. Nada destaca en la albura de su pecho, ni corales ni cadenas; adorna su saya, eso sí, con anchísimas franjas de terciopelo negro que son, junto al esmero de su pañuelo, dos notas de grave elegancia.
El oficio de ama de cría existió desde siempre. Al menos desde el momento en que una mujer pudo pagar a otra para que le sustituyese en el menester de dar el pecho al hijo en el período de lactancia. Sucede, sin embargo, que aquello que en otros tiempos pudo ser una necesidad, el siglo XIX (ese siglo inquieto y tornadizo) vino a convertirlo en un lujo. Mujeres del campo acudieron entonces a la ciudad para tratar de suplir con sus indispensables atributos -salud y abundancia- lo que las madres de la cada vez más abundante burguesía no podían o no querían dar: la leche. Se produce así una emigración exclusivamente femenina de los pueblos a la urbe, que me atrevería a calificar de injerto social y antropológico. Las costumbres, las creencias de estas amas -como antes sucediera con otros personajes del tipo aguador o arriero y después con los serenos, por ejemplo- vienen a implantarse y desarrollarse lejos del terreno propicio y del humus fecundo que les dieron origen. Por eso precisamente esas formas llaman tanto la atención y llegan a crear un prototipo de personaje casi escénico cuya vida y milagros son descritos por costumbristas y periodistas de la época.
La decadencia de las amas llega con los avances científicos en materia de alimentación. Los conocidos "potitos" y otros productos, unidos a una conciencia social que ya comenzaba a sentir remordimiento por determinadas formas de explotación, acaban con un oficio que tuvo, sin embargo, una vertiente humana y afectiva realmente adorable.
Esta colección que debemos a la curiosidad, al celo y al trabajo incansable de José Manuel Fraile Gil, muestra un poco todo eso: la religiosidad y la superstición rurales, mezcladas con los signos evidentes de una prosperidad que la ciudad (y concretamente una clase social) ofrecía a cambio de unos servicios. Aquí se pueden ver el traje, las joyas y el porte de las amas. El resto, lo que quedó en la memoria indeleble de tantos niños -el cariño, los primeros rezos, el arrullo amable de las canciones- lo tendrá que poner quien contemple estas fotografías con sus pocos o muchos datos y recuerdos.