Joaquín Díaz

DE LA CAROCA AL COMIC


DE LA CAROCA AL COMIC

ABC

Las aleluyas y el comic

13-12-2011



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En el origen primero de lo que hoy conocemos como tiras cómicas está el deseo de comunicar, de transmitir algún mensaje. Parece que la caroca medieval –ese cartelón que mostraba fuera de las iglesias alguna historia cristiana digna de admirar- procedía (al menos en su función principal) de las carrucas romanas o carros triunfales sobre los que se paseaba el héroe y en cuyos laterales se mostraban sus hazañas. La caroca seguiría después su propio camino integrada en la procesión de la festividad del Corpus Christi –todavía hoy se hacen carocas en Granada, por ejemplo, para la procesión de ese día- mientras que el cartelón se transformaría, ya en el interior de los templos, en los retablos o retrotabulae que enseñarían a los fieles los relatos piadosos de forma ordenada y en escenas sucesivas. Las carocas también tendrían una prolongación en los carteles de ciego, escaparate fantástico donde se exhibían desde las escenas más fabulosas a los crímenes más horrendos con el apoyo verbal del experto en emociones que era el narrador popular. Estos carteles tenían una versión más doméstica en las llamadas aleluyas o aucas, historias impresas en viñetas sobre un pliego de papel y que se podían recortar, guardar o exponer según fuese su finalidad o su contenido. En efecto, con las primitivas aucas o juegos de la oca o de la lotería, tan populares en Cataluña, los niños distraían sus muchos momentos de ocio, mientras que con las aleluyas de soldados o de sombras se mantenía uno de los usos de este tipo de papel que era el de ser recortado para dar posteriormente movimiento a las imágenes en teatrillos de cartón o en campos de batalla imaginarios. En cualquier caso, una regla no escrita –la de leer las historias de izquierda a derecha y de arriba abajo- asimilaría esta forma primitiva de expresión a la interpretación de un texto, en el que las letras unidas formaban palabras que componían frases con las que se comunicaban ideas. Así podía contemplarse, bastante antes de la invención de la imprenta, en la famosa Biblia pauperum o Biblia de los pobres, concebida en formato de historia gráfica y con páginas ilustradas con imágenes y texto en las que, a través de 9 viñetas de las cuales la central destacaba el tema principal, se aprendían mejor los pasajes del libro sagrado.

Algunos de los personajes que aparecían hablando, ya mostraban el texto de su parlamento, o bien en forma de “bocadillo” o filacteria al estilo de los comics actuales o bien bajo la correspondiente imagen. Con ese mismo sentido religioso y didáctico –casi catequético- hay innumerables muestras iconográficas en las que, todavía en el siglo XV pero ya salidas de una imprenta, se puede apreciar el formato de una tira y el desarrollo de una “historieta”. Un ejemplo claro sería el tema denominado “Cristo y el alma” que, en sucesivas viñetas, iba describiendo los intentos del Salvador por rescatar al alma de sus múltiples defectos –pereza, gula, trabajos inútiles, presunción- para desnudarle de ellos y poder coronar finalmente su esfuerzo en una estampa o aleluya completa.

La historia así narrada era “literatura gráfica”apoyada en unas pocas líneas que completaban la imagen y que contenían un diálogo entre Cristo y el alma. Pero también existieron de forma coetánea dibujos “sin palabras” y en las primeras muestras españolas algo posteriores (“Auca del sol i la luna”, “Artes y oficios”, de los siglos XVII y XVIII) se ofrecía un paso previo a la capacidad para leer. En esos pliegos primitivos, realizados todos uniendo tacos de madera trabajada a favor de veta, las imágenes de grueso trazo y fácil identificación presentaban motivos de personas, animales, edificios y barcos. En efecto, toda la vida de la época parecía estar reunida en 24 o 48 viñetas que iba a entender hasta el más torpe. La principal función de la Aleluya –la didáctica- estaba cumplida. En ediciones posteriores, algún impresor se atrevería a ir completando las imágenes con un comentario cuya inocencia podría perfectamente asimilarse con la del niño que lo estuviese contemplando: “Da el sol con su resplandor/ a todo el mundo calor” o “Este es Cupido el traidor/ que tira flechas de amor”. Pronto, sin embargo, aparecerían las frases conceptuales en las que era necesario conocer claves o códigos previos. El impresor Antonio Bosch, que imprimió el auca titulada “Escenas del siglo de las pelucas”, utilizó este modelo: cuando escribía debajo de la imagen de un labrador “Si trabaja ganará”, estaba recordando la obligación del agricultor de sembrar para recoger. Si utilizaba la figura de un amolador que estaba afilando una espada y lo subrayaba con la frase “Nunca faltan gabachos”, estaba suponiendo que el público, familiarizado con la estampa del francés que venía vendiendo tijeras y afilando cuchillos, conocía e identificaba esa actividad con un tipo de personaje determinado procedente del país vecino. Del mismo modo, Joseph Rubió mandó grabar una colección de “Baladrers de Barcelona” con una curiosa selección de vendedores ambulantes que, aun sin quererlo, nos recordaban las ediciones de los gritos de París o las planchas de Gamborino sobre pregones en Madrid. Ahí estaban el muñidor de una cofradía llamando a cabildo con una esquila, los vendedores de productos de la tierra, los pregoneros de romances y pronósticos, el trapero, el pellejero, el estañador de payellas (la sartén que dio nombre al famoso plato valenciano), y hasta el sereno. Mensajes familiares enviados a través de imágenes conocidas e identificables.
En general, e independientemente de la forma en que se mostraban y leían las viñetas, toda la temática de las Aleluyas giraba en torno a motivos didácticos y pedagógicos, muy acordes con el espíritu de la Ilustración y sus secuelas: animales de la naturaleza, cuestiones de comportamiento (“El hombre obrando bien y obrando mal”, “Vida de la mujer buena, vida de la mujer mala”) e incluso asuntos que invitaban a la reflexión y que se podrían calificar de filosóficos, como el antiquísimo de “El mundo al revés”. También había papeles para la diversión -ya he mencionado los soldados recortables y algunos juegos-, y visiones sectoriales de desfiles y procesiones. En particular de éstas últimas se conservan incluso grandes rollos de papel continuo que se hacían girar sobre un par de ejes verticales para dar la sensación de que los cofrades, alineados en largas filas que también podían recortarse y pegarse en un cartón, se movían y avanzaban.
No siempre las viñetas eran cuadradas; se llamaba rodolins a las redondas, con las que el niño, una vez recortadas, podía jugar e intercambiar con otros. La costumbre de recortar nos lleva de nuevo a la palabra aleluya, vocablo que aparecía impreso en algunas estampas bajo diferentes escenas bíblicas (12 o 24, por lo general) y que trascribía al papel el grito que salía de todas las gargantas de los fieles para conmemorar el Sábado de Gloria en los templos la resurrección de Cristo: en ese instante precisamente, se lanzaban al aire todos los recortes que se habían hecho de las imágenes creando una auténtica lluvia de papelitos aleluyeros. Tal costumbre y sus preámbulos se trasladaron en un momento dado a las procesiones del Corpus (el que los niños bajaran a la calle a comprarle al ciego los papeles, el hecho de recortarlos, el esperar ansiosamente a que pasara la custodia para poder arrojarlos sobre la carroza), llegando la tradición hasta mediados del siglo XX e incluso conservándose todavía hoy en alguna localidad como Astorga o Elche.
Pero además de todo esto, y vuelvo al tema inicial, las historias narradas por medio de tiras de viñetas, tenían una serie de características comunes: el dibujante o el grabador debían –primero por las características de la estampación pero después también para que el mensaje fuese claro- destacar lo esencial de la escena que se desarrollaba en la viñeta, de modo que había una economía en el trazo que le daba mucha fuerza al conjunto. Además debían existir unas claves compartidas para que la “lectura” de las imágenes (incluso si éstas no iban acompañadas de texto) se pudiese hacer correctamente. Esas claves podían ser el conocimiento del personaje sobre el que se contaba la historia, el lugar en el que se desarrollaba, la actitud ante una situación y finalmente la pequeña sorpresa que confería el aliciente final a una narración plana. Otra característica común era el lugar en el que se vendían estas estampas, que solía ser un depósito o establecimiento especializado en el que se podían encontrar también Gacetas y Boletines con noticias, o sea un antecedente de los quioscos actuales. De hecho, los precedentes de lo que hoy conocemos como tiras cómicas –si dejamos aparte algunos de los grabados dieciochescos de William Hogarth que merecen consideración especial- aparecen en periódicos como el francés Le Charivari (1832), el inglés Punch (1841) o el alemán Fliegende Blätter (1845), muchos de cuyos dibujantes contribuirían al mismo tiempo a esas publicaciones y al negocio de la estampación. Una muestra de esta última publicación, con una ilustración de cuádruple viñeta realizada por Theodor Grätz, podría ser un ejemplo del estilo que popularizaría y explotaría por esa época el suizo Rodolphe Töpffer, hasta el extremo de ser considerado por muchos expertos como el creador de la tira cómica.