Joaquín Díaz

EL BELÉN Y LA TRADICIÓN


EL BELÉN Y LA TRADICIÓN

ABC

Colocar el nacimiento

03-12-2010



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Entre los recuerdos más emotivos de mi infancia –cada vez más lejana y sin embargo más presente- está la evocación del período navideño, época de frío corporal y calidez del alma, que nos llegaba puntualmente con su hermosa historia, con sus leyendas ejemplares y sus buenos deseos de bondades imposibles. Y entre todo aquel encantador maremágnum de saludos, abrazos, juguetes y estrellas, sobresalía, por derecho propio y por la misma trascendencia del acto –importante y anual-, la construcción del “belén”. Para ello se destinaba en la casa un lugar amplio, de fácil acceso, y se disponía un estrado, convenientemente forrado con aquel mismo papel con que protegíamos los libros escolares, para albergar, desde unos días antes de la nochebuena hasta después de Reyes, el tradicional nacimiento. Una vez asegurada y recubierta la entabladura, se procedía al acto solemne de convertir aquel espacio limpio y despejado en un trasunto de la Palestina romana o en un despropósito de cuidados anacronismos, que de todo eso, y mucho más, había. Se bajaba cuidadosamente del altillo la caja que contenía reunidos a pajes, reyes, pastores, camellos, soldados, musgo, corcho y papel de plata para el río y empezaba la fiesta.
Mi padre, entre inútiles protestas de sus hijos que queríamos ayudarle a trazar accidentes orográficos o a ir colocando figuras, se erigía en único escenógrafo competente y tras algunas dudas, distanciamientos estudiados para mejor contemplar el resultado y entornamiento de ojos para ver con la imaginación, daba por concluida la primera y genuina colocación del belén, que para los cómputos y administración familiares era la única que contaba. Quedaba así el curioso e imprescindible escenario como un universo reducido y estático que albergaba personas, animales y cosas. De remediar el estatismo, desde luego, ya nos encargábamos nosotros los niños, empeñados en llevar a su casa a la lavandera, así, de rodillas como estaba, o en hacer pasear por el adarve del medieval castillo de Herodes a sus sanguinarios guardianes. Eso sí, nos cuidábamos mucho de no tocar ni mover al niño Jesús, que había sido ritualmente entronizado en su rústica cuna por mi padre, tras haber permitido que mi madre acercara la figurita a nuestros inocentes labios para darle un beso suave y respetuoso.
Salvo el niño Jesús, digo, el resto del planeta se movía y cobraba vida cada vez que uno de los hermanos se acercaba al tablado y se le venía a la imaginación un desplazamiento de figuras, que, según su estado de ánimo, podía ser pausado, agitado o revolucionario. Toda esa actividad no era sino un adiestramiento vital, una preparación a la espera del momento –que llegaría a partir de los dieciséis años- en que nos tocase a cada uno de nosotros poner el belén. Porque éste, no sólo constituía uno de los ritos familiares más venerados, sino que era una escuela de costumbres que nos organizaba y pertrechaba –estética y ética hermanadas- para lo que mis padres llamaban con reverencia incógnita “el día de mañana”.
Y por si ese mundo, ese ámbito seguro y familiar, se nos quedaba estrecho, mis padres reservaban para la mañana de algún domingo o del propio día de Navidad, la visita a otros “belenes”, especialmente a aquellos cuyos personajes tenían algún movimiento. El tamaño mayor y movilidad de las figuras, sin embargo, no eran cualidades superiores a la cercanía y cordialidad que nos producían las de casa, reducidas y humildes, sobre cuyas fingidas existencias creíamos tener control como pequeños diosecillos. Después, de vuelta al hogar y ante nuestro tesoro común, mi padre trataba de dar respuesta al aluvión de preguntas que nuestra imaginación producía: los trajes de los reyes, los animales del pesebre, la forma del portal, las actitudes de los pastores, la posición del ángel anunciador entre el cielo y la tierra...Probablemente las mismas cuestiones que intrigaron a los cristianos desde los primeros siglos de existencia de nuestra religión y que la tradición, de acuerdo con los evangelios canónicos pero recurriendo también a los relatos coetáneos, trató de completar. De este modo, el belén contribuía a sembrar en nuestras hazas la simiente de la curiosidad, la necesidad de la cultura.
Casi todos los nacimientos representaban al niño Jesús sobre unas pajas en una cuna de madera. Respecto al sitio en el que la acción se desarrollaba, sin embargo, había más versiones. El protoevangelio de Santiago, por ejemplo, al que siguieron muchos padres de la Iglesia como San Justino, Orígenes y San Jerónimo, hablaba de una gruta en un lugar absolutamente desierto. El evangelio árabe y el armenio describían una caverna muy amplia donde se reunían los pastores y boyeros para encerrar de noche sus ganados. Algunos autores, como Santiago de Vorágine, opinaban que en aquella tenada o albergue había un pesebre y allí es donde vino a nacer el Salvador. El emperador Adriano, que odiaba a los cristianos, hizo edificar años más tarde en aquel lugar un templo dedicado a Adonis; pese a ello, continuó la veneración, no sirviendo de nada el intento sacrílego de profanar tan respetable recinto. En cuanto al pesebre, según nos cuenta Jean Croisset en el Año Cristiano, fue llevado a Roma, donde se conservó con mucho respeto en la célebre iglesia de Santa María la Mayor, que por esto se llamó Santa María ad praesepe. Allí mandó construir el papa Teodoro en el siglo VII un oratorio que reprodujera aproximadamente el portal donde quiso nacer Jesús.
La tradición concedía a los pañales del Niño poderes milagrosos. Los Apócrifos nos hablaban de que una de las parteras que llegaron al portal, avisadas por San José, quiso reconocer a la Virgen quedándosele la mano paralizada al instante. Sólo después de acercarse a los pañales y tocar sus flecos recuperó la normalidad. Una leyenda piadosa relataba que María regaló estos pañales a los Magos cuando decidieron regresar a su país. Al llegar a su casa, les salieron al encuentro los reyes y principales preguntando qué habían traído con ellos; tras celebrar una fiesta, como eran adoradores del fuego, encendieron una hoguera y se postraron ante ella. Luego arrojaron el pañal a las llamas, pero cuál no sería su sorpresa cuando, al extinguirse el fuego, comprobaron que la prenda no había sufrido ningún daño. A partir de ese instante depositaron tan preciosos pañales entre sus mejores tesoros.
No sé si por aquella narración o por el frío reinante nosotros también hemos heredado la atracción por la lumbre. La Navidad, ciertamente, es una época especial en la que tiene sentido la brasa del amor. Porque en Navidad hay encerradas muchas emociones y muchos recuerdos de infancias pasadas. La Navidad, ya lo sabemos, nos invita a todos a ser mejores. Y, aunque sólo sea una vez al año, nos hacemos la ilusión de que podemos serlo. Precisamente el secreto está en que nunca logramos alcanzar del todo esa ilusión y nos queda la esperanza de conseguirlo algún día. Y seguimos esperando ese día y repitiendo los buenos deseos. Pero, por encima de todo, la Navidad nos hace solidarios. Nos recuerda, que la alegría que experimenta la humanidad en estos días es porque un pequeño relato, una hermosa narración cuyos ecos estaban escritos desde el principio de los tiempos, cambió el egoísmo en generosidad, la mezquindad en filantropía, la soledad en compañía, la ramplona realidad en un sueño diferente, que, al menos una vez al año, nos congrega para no sentir el frío del desamparo o la nostalgia de los buenos deseos.