Joaquín Díaz

POÉTICA DE LA NANA: ENTRE LA CUNA Y LA TUMBA


POÉTICA DE LA NANA: ENTRE LA CUNA Y LA TUMBA

Las nanas

14-07-2015



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Hace exactamente un año me sentaba en este mismo lugar para recordar a don Julio Caro Baroja. Sinceramente agradecido a la hospitalidad de la familia González-Camino y entusiasmado por el resultado de aquellos encuentros me comprometí a hablar este año de la nana en la tradición oral. Durante todo ese tiempo ha seguido estando pendiente el trabajo de grabar una antología sobre el género pero los compromisos son cada vez más numerosos y el sosiego necesario para hacerlo cada vez más escaso. Eso sí, la responsabilidad de estar presente en este paraíso para intervenir en las milagrosas sesiones que organiza nuestro buen amigo Fernando Gomarín con la complicidad de la familia González-Camino voy a cumplirla. Con un leve retoque al encabezamiento, que trataré de explicar en los próximos minutos. Del enunciado inicial "La nana en la tradición oral española" he pasado al título "Poética de la nana: entre la cuna y la tumba", con el que parece que me acerco más a lo que quiero demostrar.
La lengua, la literatura, la música y la poesía son, en cualquier época, un recurso mágico para penetrar en la particular fortaleza del espíritu y conquistar a sus habitantes por medio de la palabra o del sonido. Los primeros conocimientos que adquirimos en nuestra infancia nos llegan de los labios y del corazón de la madre, y por eso se denomina lengua materna al idioma del sentimiento, ese que va adornado con las expresiones que cuidadosamente guardamos después en "el arca del pecho", allí donde la memoria es la fuente principal y la más valiosa joya. Muchos literatos y educadores defendieron a lo largo de la historia el uso de la lengua materna en el ámbito familiar, reducto en el que se aprendían oraciones y cuentos al ritmo lento de las horas domésticas. Grandes compositores encontraron la mejor inspiración en el balanceo intuido de sus infancias, cuando la madre embarcaba su frágil cuna en las aguas del Leteo. Las sílabas duplicadas para dar más fuerza a la expresión iban adentrándose poco a poco en el subconsciente y acomodándose en él para siempre: na-na, ma-ma, pa-pa...Después venían los juegos en la cocina o en el patio que se acompañaban de cancioncillas y retahílas repetidas una y mil veces hasta convertirse en algo tan natural como la respiración. Habría que decir además que, dentro de esa cultura transmitida por tradición, aparecían muy pronto una serie de gestos, muecas, actitudes, posturas, acerca de las cuales hay poca literatura, pero cuya importancia y antigüedad eran innegables pese a que el transcurso del tiempo los hubiera convertido en actos repetitivos o carentes de sentido. Ese lenguaje mímico, tan efectivo como el oral, ha evolucionado y sigue haciéndolo en nuestros días al igual que todo el resto de expresiones populares que componen el patrimonio cultural.
En realidad el mundo actual es un huerto sembrado de lenguajes. Parece como si la incomunicación a la que nos está condenando una sociedad tan insolidaria e individualista como la nuestra, tuviera que ser compensada con una abundancia de posibilidades expresivas que, como los escaparates lujosos de nuestra infancia –aquellos sobre los que colocábamos la frente para admirarnos de tantas cosas inalcanzables, tan próximas y tan lejanas al mismo tiempo-, nos invitaran a observar y no tocar. Hay lenguajes mediáticos, corporales, gestuales, orales, escritos, de signos, de programación, informáticos, de tercera y cuarta generación, de alto nivel, etc., etc. Todos ellos se ofrecen como mercancía de comercio para ser aprendidos y asimilados, pero no dejan de ser un escueto armazón sobre cuya estructura habremos de colocar luego un material, un contenido. Siempre he dicho que a los niños hay que enseñarles a pensar antes de enseñarles idiomas, porque en caso contrario sólo sabrán decir bobadas en diversas lenguas. Sucede algo parecido con el aprendizaje en la lectura: antes de que un niño quiera reunir palabras, convertirlas en conceptos, agruparlas en ideas y asimilarlas, debe saber identificar con facilidad lo que está leyendo y relacionar lexemas con imágenes. Y para eso habrá tenido que aprender el lenguaje hablado. Cuántas veces, sin pretenderlo, las madres repiten fonemas, entonan melodías breves, combinan sonidos y ritmos, para llamar la atención de su hijo y para que vaya reconociendo su voz y respondiendo a los estímulos sonoros. Ese aprendizaje natural es la base para el otro aprendizaje que luego deberá afrontar el niño en la escuela o en el colegio al ser instruido artificialmente para la lectura. Pero previamente habrá tenido que escuchar y repetir, atender e imitar, ya que sin ese aprendizaje previo, rico en sonidos, en morfemas, en fórmulas rítmicas y en conceptos, el niño tardará en acercarse a la lectura.
Actualmente apenas se da valor al aprendizaje musical y la melodía tiene el mismo valor que aquellas asignaturas que los estudiantes llamábamos “marías” porque no eran materias claves para pasar al curso siguiente. Hoy parece superfluo, por ejemplo, saber reconocer la altura de los sonidos si uno no va a dedicarse a la música, pero, como en tantos otros casos, nos equivocamos al pretender usar atajos en los procesos cognitivos: lo que dejemos atrás sin estudiar o sin investigar nos pasará factura en el futuro. Son muchas las “normas” que no nos parecen importantes y de las que prescindimos sin más. Y no me refiero a esas normas que también nos saltamos como miembros integrantes de una sociedad y que en nombre de una “libertad” tan teórica como vacía de contenido rechazamos por el simple hecho de resultarnos incómodas o coercitivas. Me estoy refiriendo a leyes del conocimiento que los “buscadores” de internet como Google o Yahoo les están hurtando a los niños de hoy, seducidos por la inmediatez y la abundancia. Creo que uno de los peores tragos que actualmente puede pasar un músico vocacional (o simplemente un aficionado al arte de Polimnia) es escuchar a un coro o a un grupo de niños –improvisado o no, que como ahora veremos va a dar lo mismo- tratando de ponerse de acuerdo en el tono en que van a cantar una canción. Por supuesto que esa canción no es ni muchísimo menos un arduo motete o una complicada sonata o un enrevesado madrigal, sino una simple canción de cumpleaños con la que se quiere obsequiar a un compañero de colegio. Pues algo aparentemente tan elemental y tan sencillo se convierte en un obstáculo insalvable para el conjunto. Mejor dicho: absolutamente salvable, porque los componentes del coro se van por los cerros de Úbeda sin importarles lo más mínimo si el vecino canta en su mismo tono o no. Esta incapacidad para entonar se está convirtiendo, al pasar a ser “normal”, en un valor, del mismo modo que una mayoría de la sociedad admira a quien sale mucho en la televisión o a quien sabe obtener dinero sin importarle las vías por las que transita para conseguirlo o a quien se salta las normas de tráfico por tener un coche de gran cilindrada. Siempre lo digo: nada se produce aisladamente y el niño que no es capaz de sujetarse a normativas colectivas, que no sabe perder cuando juega con otros, que no se aviene a esperar su turno con paciencia, que no respeta las leyes de la física o de la matemática, no respetará de mayor otras normas tal vez más importantes, porque nadie le habrá enseñado el mérito de un correcto comportamiento en sociedad.
Pero volvamos al tema de esta ponencia que es el de los primeros cánticos transmitidos de viva voz. Algunas madres comienzan a acariciar su vientre desde los primeros síntomas del embarazo y se pasan los nueve meses transmitiendo sensaciones al feto, muchas de ellas musicales. Una vez que nace el niño se preocupan de hablarle, de cantarle, de comunicarle en forma sonora o táctil que le reconocen, que le sienten, que le quieren, que saben que está ahí y se ofrecen de corazón para ayudarle. Eric Berne, el psiquiatra canadiense que creó y nos ayudó a descubrir el análisis transaccional, decía que las caricias, las miradas, los gestos, eran el fundamento del reconocimiento del niño y la base para transmitirle sensaciones positivas. Pero eso ya lo habían descubierto y puesto en práctica muchas madres cuando les susurraban nanas a los niños inquietos o cuando acariciaban la parte del cuerpo donde se habían dado un golpe para disminuir el dolor o cuando atusaban los cabellos del hijo tratando de sedar una migraña sin tener ni idea todavía de qué eran las endorfinas…Cuántos sonidos, cuántos gestos, cuántos lenguajes vinculados a la educación, a la inteligencia, a la capacidad expresiva, a la emoción. Ahora resulta que aquello que habíamos dado en llamar “figuras de apego primario” son en realidad las madres. Y después de mucho pensar llegamos a descubrir que tiene más importancia el oído para el reconocimiento de la escritura que la vista; que una correcta discriminación sonora es imprescindible para comprender perfectamente lo que leemos; que la sonoridad de una rima es estimulante e inspiradora, del mismo modo que el ritmo en un juego puede contribuir al equilibrio tanto como el silencio contribuye a la estabilidad. Para ese viaje no necesitábamos alforjas…Sería importantísimo, eso sí, crear un sistema que permitiese relacionar los abundantes elementos que intervienen en la transmisión oral (palabra, sonido, ritmo, contenido, gesto, etc.) para formar un entramado sólido sobre el que desarrollar una teoría de la interpretación y descubrir por qué se transmiten mejor unas canciones que otras. El jesuita francés Marcel Jousse descubrió en la tradición oral unos recursos que iban mucho más allá de la simple entrega de materiales patrimoniales o de sonidos insustanciales. "La primera cosa de la que me acuerdo -escribió- es de mi madre en el hogar, salmodiándome -mientras se balanceaba-, con su voz muy fina, muy dulce y muy justa, esas melodías venidas de no se sabe dónde. ¿De dónde procedían esas tonadas? Estoy seguro de que favorecían enormemente la memorización. Jamás mi madre me recitó el Evangelio: siempre me lo ritmomelodiaba. Pensad un poco en la importancia que esto puede tener en la vida de un hombre. Quienes me conocen saben el amor que he puesto en el conocimiento de ese ser formidable que fue el maestro Jesús".
En efecto, Jousse estudió los recitados rítmicos de Jesús a sus discípulos en lengua aramea, modo de transmisión que, según él, se perpetuó en el aprendizaje memorístico de las escuelas rabínicas. La mecánica de ese aprendizaje se basaba en la combinación de la palabra y el movimiento: un balanceo del cuerpo y un ritmo insistente y pegadizo ayudaban a memorizar textos al estilo de lo que, por poner un ejemplo cercano, se hacía en las escuelas españolas al estudiar la tabla de multiplicar o el Padre Nuestro. El ritmo binario no sólo ayudaba a repetir y fijar en la memoria sino que, en ocasiones, facilitaba al creador las primeras bases para el paralelismo poético. Ese paralelismo iba muy unido a la bilateralidad, presente, según muchos investigadores, en el cuerpo y la mente humanos. Las fórmulas que aplican el paralelismo y la bilateralidad, por tanto, parece que siempre tuvieron un innegable éxito contribuyendo a la transmisión de los conocimientos primarios, pero es evidente que se han seguido aplicando con fortuna también en otras circunstancias más complejas y avanzadas.
El “Dos por dos, cuatro”, aparentemente tan simple, aplica la misma fórmula que "Aserrín, aserrán" o que "Bendita sea la luz del día", por poner algunos ejemplos fáciles de recordar para el niño de poca edad. El movimiento de la cuna, netamente binario, invita a crear, improvisar o cantar sobre ese ritmo, de modo que la madre no sólo transmite al niño una melodía -dejemos a un lado la letra, ininteligible todavía para el hijo o la hija demasiado pequeños-, sino unas sensaciones (tranquilidad, emoción, dulzura, tristeza) que comunican de forma inmediata y práctica impresiones íntimas, personales, que abrirán la puerta a un mundo antiguo, remoto y mágico cuajado de enigmas que parecen proceder de un estadio mítico primitivo y anterior al ámbito de los conocimientos.
Todos los relatos sobre la creación del mundo tienen algo de enigmático. Nada podría resultar más apropiado para describir las cerradas tinieblas en las que, según las antiguas historias, se hallaba la tierra antes de que aparecieran sobre ella los seres vivos. Si enigma significa frase oscura, oscuros son también los principios del universo, al menos desde los tiempos en que el ser humano necesitó inventar su propio origen y lo hizo por medio de narraciones legendarias. No pensemos, sin embargo, que sólo el pasado es depositario de los secretos de la vida y de sus arcanos: Gabriel García Márquez escribió Cien años de soledad en pleno siglo XX en clave de relato sagrado y nos hizo revivir el misterio de una humanidad recreándose en los límites de un pequeño pueblo. Con palabras elementales, García Márquez afirma al comienzo de su relato: “El mundo era tan reciente, que muchas cosas carecían de nombre y para mencionarlas había que señalarlas con el dedo”. No vamos a detenernos ahora en dilucidar si el origen del lenguaje –y por tanto de la comunicación- está en esa necesidad, la de definir, o está, como sugieren algunos filólogos, en el momento en que una persona, recién despertada de un sueño, siente el impulso irrefrenable de trasladar a otros su experiencia onírica como si acabara de nacer.
En ambos casos el individuo, imitando la forma de crear de los dioses, precisa señalar objetos o personas para distinguirlos y para esa tarea utiliza los nombres, o sea las palabras que designan algo: las palabras-fuerza, según las define Zumthor. Son palabras que transmiten una especie de fórmula de posesión, de ahí que sea conveniente repetirlas varias veces, como tratando de apoyar o reafirmar el conjuro por medio del cual el aire penetrará o envolverá el objeto definido. Repito: na-na, ma-ma, pa-pa...
La mayor parte de las religiones conocidas del universo tienen, en su explicación de la creación del mundo, una propensión a considerar la palabra, la voz, como una fuerza divina y genesíaca que formó, de la nada o de un caos ya existente, los primeros espacios de vida, dando cuerpo a los primitivos seres que los ocuparon. Algunas creencias se establecieron sobre la base del poder de la voz, de la fortaleza de su emisión, de la capacidad creativa de un soplo milagroso; otras, haciendo derivar el origen de todo lo creado de unos conocimientos previos, en poder de los dioses, que se transmitían por medio de la palabra, con la que se designaba a las cosas y se nombraba a las personas. La actitud de nombrar, de designar a algo con un término, se equipara por tanto en algunas religiones con el acto de la creación. Tolkien, gran sintetizador y recreador de mitos, hace que Ilúvatar –el único, el Dios- convoque a los Ainur, “vástagos de su pensamiento” para que creen juntos una gran música. Sus voces, “la música y el eco de la música se desbordaron volcándose en el vacío y ya no hubo vacío”, escribe en El Silmarillion. Y es que, en efecto, el descubrimiento en los años 60 del siglo XX de la obra de un desconocido profesor de Oxford llamado John Tolkien nos devolvió, siquiera fuese artificialmente porque fundamentalmente nos llegó a través de una recreación cinematográfica, al fascinante universo del lenguaje, ese medio por el cual una persona se expresaba y un pueblo transmitía su conciencia colectiva. Para Tolkien, inventor de una mitología moderna basada en creencias antiguas, no fue muy difícil recurrir a los orígenes de la humanidad al escribir su obra Silmarillion, texto que explica y complementa la terminología de El señor de los anillos. Para el curioso y atípico profesor, la verdadera vida sólo existía en el mundo mítico, muchísimo más interesante que la monotonía gris de esa sociedad industrial en la que le tocó vivir. Él pensaba que la solución al desinterés de la sociedad contemporánea estaba en fomentar el criterio propio en los individuos para crear personalidades independientes, discretas y juiciosas iluminadas por el uso correcto de esa palabra que nos ayuda a aprender. Nombrar y crear, pues, deberían volver a ser sinónimos como siempre lo fueron. El tema propuesto por Tolkien era demasiado antiguo como para no haber sido usado en mitos anteriores una y otra vez y no haber sido interpretado de una forma u otra según los tiempos y las conveniencias. Precisamente el arcaico poema babilónico “Enuma elis” comenzaba diciendo:
“Cuando en lo alto el cielo no había sido nombrado,
no había sido llamada con un nombre abajo la tierra firme,
Sólo estaba el Apsu primordial, su progenitor,
(y) Mummu-Tiamat, la que parió a todos ellos,
mezcladas sus aguas como un solo cuerpo.
No había sido trenzada ninguna choza de cañas,
no había aparecido marisma alguna,
cuando ningún dios había recibido la existencia,
no llamados por un nombre, indeterminados sus destinos,
sucedió que los dioses fueron formados en su seno.”


Y en la mitología maya, el Popol Vuh -libro de la creación de los antiguos quiché-, describe a dos dioses Tepeu y Gucumatz creando la tierra:
“Llegó aquí entonces la palabra, vinieron juntos Tepeu y Gucumatz en la oscuridad, en la noche y hablaron entre sí. Hablaron consultándose entre sí y meditando. Y se pusieron de acuerdo: juntaron sus palabras y su pensamiento: -Hágase así, que se llene el vacío. Que estas aguas se retiren y desocupen el espacio, que surja la tierra y que se afirme. No habrá gloria ni grandeza en nuestra creación y formación hasta que no exista la criatura humana, el hombre formado.
Así dijeron cuando la tierra fue formada por ellos. –Tierra, dijeron, y al instante fue hecha”.

Son muchos los libros considerados como sagrados que inician el relato sobre los orígenes del mundo con una frase similar a la que los cristianos conocemos y pronunciamos tantas veces: “en el principio era el Verbo y el Verbo era Dios”. Luego, viene el esfuerzo –algunas cosmogonías africanas hablan de un vómito- para significar la voluntad del dios de salir de la oscuridad, de las aguas, de lo eterno, para crear un sonido y en él un significado. Palabra frente a la nada, voz contra el vacío.
La consideración de ese sonido como principio de todo y el interés por propagarlo como símbolo sagrado se manifiesta, desde épocas pretéritas, como un encargo entregado por la divinidad a los elegidos. Y la madre es, como la Diosa Tueris de Egipto o tantas diosas de la mitología universal, la encargada de entregar ese primer sonido, lento, rítmico, poético, musical, porque la melodía es la conjunción ordenada y lógica de las palabras.
Durante mucho tiempo el mito y la poesía estuvieron unidos. Sin embargo, para la estética aristotélica, preocupada por la génesis del arte poético tanto como por el orden jerárquico, el origen de dicho arte era una innata inclinación del individuo hacia la imitación de una acción o argumento. Quedaba radicalmente excluido del pensamiento occidental a partir de ese momento, el concepto del mito como imagen fecundadora, como luz iluminadora de las tinieblas en las que yacía lo no creado, como sueño vivificador. La exégesis de pasajes bíblicos en los que se consideraba el sueño como un medio un tanto impreciso de comunicar Dios a los profetas su voluntad creó, durante los primeros siglos del cristianismo, un aislamiento, una prevención hacia el mito en determinados ámbitos que iba a atravesar los siglos para llegar casi a nuestros días. Es cierto que los mitos no desaparecieron del todo pero perdieron su carácter sagrado y se transmitieron como ficciones o alegorías, habiendo incluso algún escritor como Evémero que los quiso dar un contenido histórico. Tampoco se puede olvidar la obra del napolitano Giambattista Vico quien en su Scienza nuova analizó la trascendencia de la palabra como base para la creación de unos principios aceptados por todos. En ese sentido, al igual que Platón, consideró el lenguaje de la sabiduría antigua, esa que se había transmitido oralmente, como el lenguaje de una ley común que se respetaba porque comunicaba determinados valores, incluso en forma poética. No en balde el autor declaraba en su Autobiografía, publicada en 1725, su deuda incontestable con las teorías platónicas. Vico veía por ejemplo a Homero como un poeta pero también, y esto es parece rebajar su valor creativo, como un legislador ya que sus personajes se convertían en referentes populares cuyos comportamientos tenían un ascendiente social. Vico aceptaba la influencia de los relatos antiguos y su transmisión a través de la palabra, pero los daba otra utilidad y destacaba la tendencia del mito, como suceso casi verdadero, a integrarse en el cuento, y especialmente en el de tipo maravilloso. Más adelante sería Herder, el precursor del Romanticismo alemán quien equipararía la filosofía con la poesía popular, al utilizar ésta recursos poéticos para educar y llegar al conocimiento y a través de él a la experiencia. Sin embargo durante todo ese tiempo no se repara apenas en las posibilidades de lo antiguo como fondo de uso común que se hace presente y se personaliza cada vez que se dice de nuevo y se vuelve a crear, en la mente y en la voz del individuo.
“Cuando la tradición vuelve a hablar –escribía Hans-Georg Gadamer- emerge algo que es desde entonces y que antes no era”. La voz cumple a partir de ese momento con su eviterna función de vivificar los contenidos y dar sentido verdadero al simple sonido.
El sentido que se transmite en la canción de cuna es de evocación. Su llamada alerta sobre la soledad profunda de la madre aunque incluya una invocación familiar al niño o al padre. Cada vez que la madre inicia una melodía con la que va a acunar a su hijo está tratando de comunicarle algo: si está llorando le pide que calle; si está despierto le dice que duerma; cuando reposa agobiado por el sueño, canta desde dentro y le cuenta preocupaciones o alegrías para ir haciéndole ya partícipe de su propia personalidad; cuando la luz del día se apaga y las sombras de la noche van extendiendo su dominio, conmina al niño a que atraviese el umbral de lo inconsciente amenazándole con los señores de la oscuridad. No hay duda de que la luz eléctrica vino a acabar con algunos (no todos) de esos espantos seculares: al iluminar oscuros rincones de casas y calles, clarificó también los espacios más recónditos de la mente humana en cuyas sombras se habían albergado durante tanto tiempo antiguos miedos. Y es que llama la atención, al repasar la nómina de seres fantásticos o mitológicos cuya sola mención hacía temblar a niños (y menos niños) de épocas pasadas, que la oscuridad estuviese presente, de alguna forma, en casi todos ellos: el dragón, guardián de los espacios inferiores y de las cuevas lóbregas; el demonio, señor de las tinieblas que convertido en macho cabrío reunía a las brujas sometidas en medio del bosque; el fantasma, que tan pronto se manifestaba en forma de remolino en medio de las tierras como esperaba las horas nocturnas para hacerse notar; el coco, tan relacionado con lo negro y tenebroso; el hombre del saco, impenitente peregrino de lejanos caminos que llegaba para meter en lo profundo de su talego a los niños malos; el lobo, que ocupaba las oscuras emboscadas y acechaba al viajero en las noches de invierno...En cualquier caso, es evidente que el temor, no sólo creó a los dioses -como acertadamente llegó a decir Petronio-, sino que dio hálito a distintos modelos de personajes populares, unos enraizados en la mitología y otros en creencias localistas, pero todos propiciados por la oscuridad y los bosques numinosos, sinónimos de lo misterioso, cuando no del mal, la desdicha o la muerte.
La mayor parte de los investigadores atribuye al poeta y sacerdote Rodrigo Caro los primeros estudios sobre la nana. Para un conocedor del mundo clásico como él no podía pasar inadvertido el hecho de que algunos escritores buscasen a la palabra nana una etimología relacionada con el simple tarareo ausente de letra que era sustituido por una especie de intencionalidad expresiva con la que se trataba de resumir un sentimiento. Es más, Caro observa que la palabra naenia, de donde parece que se podría derivar el término nana, servía para designar el ululato con que las plañideras se despedían de los difuntos en el mundo romano, y para apoyar su teoría añade una cita: Quosdam dicunt velle ideo dici Naenia, quod et voci similior querimoniam flentium sit (por eso dicen que se llama Naenia, porque es una melodía similar a la voz de los que lloran). De ese modo Naenia y Elegos, el canto triste que usaban los griegos y que dio origen a la palabra elegía, quedaban unidos para siempre, como vinculados por medio de un hilo que sería tejido por una Moira, como relacionados por una especie de sentimiento trágico...
Todas estas consideraciones no pasaron inadvertidas a otro andaluz, Federico García Lorca, quien, en una bellísima conferencia sobre las nanas españolas afirmaba: "Hace unos años, paseando por las inmediaciones de Granada, oí cantar a una mujer del pueblo mientras dormía a su niño. Siempre había notado la aguda tristeza de las canciones de cuna de nuestro país; pero nunca como entonces sentí esta verdad tan concreta. Al acercarme a la cantora para anotar la canción observé que era una andaluza guapa, alegre sin el menor tic de melancolía; pero una tradición viva obraba en ella y ejecutaba el mandado fielmente, como si escuchara las viejas voces imperiosas que patinaban por su sangre. Desde entonces he procurado recoger canciones de cuna de todos los sitios de España; quise saber de qué modo dormían a sus hijos las mujeres de mi país, y al cabo de un tiempo recibí la impresión de que España usa sus melodías para teñir el primer sueño de sus niños. No se trata de un modelo o de una canción aislada en una región, no; todas las regiones acentúan sus caracteres poéticos y su fondo de tristeza en esta clase de cantos, desde Asturias y Galicia hasta Andalucía y Murcia, pasando por el azafrán y el modo yacente de Castilla".
García Lorca deja entrever el fondo de la cuestión. En los primeros arrullos ya hay como un aviso, una advertencia de que se nace para morir. Quevedo escribió: "Son la cuna y la sepultura el principio de la vida y el fin de ella. Y con ser al juicio del divertimiento las dos mayores distancias, la vida desengañada no sólo las ve confines, sino juntas con oficios recíprocos y convertidos en sí propios, siendo verdad que la cuna empieza a ser sepultura y la sepultura, cuna a la postrera vida".
Si entre esos "oficios recíprocos" de que habla Quevedo está el de aprender para recordar o para olvidar, estaríamos hablando de sensaciones que se fijan en la memoria para construir paulatinamente al individuo y cultivar sus sentimientos. Si en la elección o en la creación del repertorio de una persona tienen que ver sus gustos y preferencias, mucho más en aquellas canciones, las más de las veces improvisadas, en las que el alma se manifiesta espontáneamente en forma de melodía envuelta en versos, quebrados por el dolor o el miedo. Lope de Vega escribió que “mal puede tener la voz tranquila quien tiene el corazón temblando”.

El mundo infantil es un trasunto de la sociedad de los adultos. Desde los primeros años, las niñas y niños reciben una serie de informaciones que, aunque parezca que llegan aisladas a su conocimiento, se van agrupando y relacionando de forma ordenada y lógica. Todas esas informaciones -ese acervo cultural- complementan y enriquecen la personalidad de los pequeños dotándolos de unas referencias esenciales para conocer su propio entorno así como la historia e identidad de sus antepasados, de modo que tales datos vienen a ser como el líquido que rellena un recipiente previamente formado -el carácter, la naturaleza- a cuya terminación y perfeccionamiento contribuyen básicamente. Como es de suponer, esas informaciones son de signo tan diverso y alcanzan un espectro tan amplio como sea capaz de absorber o asimilar el talento y disposición de los niños que, por principio, tienen el don de la curiosidad abierto a todas las influencias.
Una parte importante de esa educación y de ese aprendizaje es el repertorio -literario, dramático, musical, gestual, lúdico- que la memoria del ser humano va reuniendo en sus primeros años y que queda de tal manera grabado en el subconsciente, que llega a constituir un pilar patrimonial conservado incluso hasta en los momentos en que el recuerdo o las capacidades memorísticas comienzan a debilitarse.


Entre la producción llamada “menor” de Ludwig van Beethoven está sin duda la contenida en sus geniales arreglos para canciones populares debidos a la nunca bien ponderada insistencia y afición del editor escocés George Thompson, quien ya había publicado, antes de encargárselas al músico alemán, otras melodías tradicionales arregladas por Pleyel o Haydn. Y entre todo ese repertorio –no muy frecuente ni apreciado hoy en muchas salas de concierto-, que acoge sin embargo lo mejor de la música popular europea del siglo XVIII, yo destacaría, por su patética belleza, la canción sueca “Lilla Carl”, del compositor nórdico Carl Michael Bellman. Probablemente el propio editor Thompson facilitó a Beethoven la partitura de esta canción que Bellman había compuesto al nacer su hijo Carl en 1787 y que ya debía de haberse popularizado en la época en que Beethoven la arregla. Tres de las estrofas bastarán para dejar al descubierto una melancolía que sobrepasa la mera sensibilidad poética:

Pequeño Carl, duerme dulcemente en paz
que ya habrá tiempo para despertar,
tiempo suficiente para ver el mal que nos rodea
y probar su hiel amarga.
El mundo es una isla de lamentos:
cuando aún no has aprendido a respirar
ya tienes que morir y regresar al polvo.
Del mismo modo que fluye el arroyuelo
por entre las gavillas del centeno
así se presentó un niño tan dulce
como el reflejo de su imagen en el agua.
Primero vio su efigie nítida
en la ola de modo verde y claro
y luego, no podía verlo ya.
Y es que esa es la forma de vivir,
viendo pasar los años:
ahora respiras, profunda y sosegadamente
y casi al instante estás hundido en el alcohol.
Pequeño Carl, piensa en esto
cuando contemples por primera vez
las florecillas que adornan la primavera.

¿Quién es este personaje que habla de modo tan descarnado y taciturno a su hijo mientras mece rítmicamente su cuna? Algunos biógrafos de Bellman piensan que, mientras acuna a su hijo Carl, en realidad está evocando a su anterior vástago que acaba de morir. Su lenguaje levemente Horaciano nos recuerda la oda a Leucónoe que fijará para siempre el Carpe diem como fórmula poética y actitud vital:

No te preguntes Leucónoe (ni te conviene saberlo)
cuál será el fin que para ti o para mí
hayan reservado los dioses,
ni consultes los lunarios babilónicos.
Mucho mejor será afrontar lo que haya de ser,
tanto si Júpiter te concedió muchos inviernos,
como si fuese el último éste,
en el que las olas del Tirreno
destrozan la escollera.
Saborea los vinos
y ajusta tu esperanza sin medida
a la copa de la vida, que es pequeña.
Mientras hablamos,
el tiempo habrá huido envidioso.
Aprovecha el día,
ya que no sabes cómo será el mañana.

Carl Michael Bellman es considerado ahora el mejor poeta sueco del siglo XVIII y algunos estudiosos se atreven a denominarlo el “poeta nacional” por excelencia, pero es evidente que su vida no fue ni sencilla ni placentera. Nada sucede por casualidad y las sendas que llevaron a Bellman a una decepción existencial tuvieron que estar recubiertas de zarzas y espinas. Las biografías de los personajes, especialmente de aquellos que fueron artistas, suelen olvidar el proceso penoso y solitario del creador, destacando por el contrario las anécdotas acerca del resultado de sus producciones. El éxito o el fracaso de una vida se miden así por la cantidad de libros vendidos o por la aceptación pública de un esfuerzo estético, pero rara vez se destaca en tales resúmenes biográficos el estado de ánimo de quien habría pasado la vida sacrificando sus sentidos para transformarlos en sentimientos. Rara vez se recuerda el íntimo padecimiento que es inherente a toda invención del espíritu…
Decía que Bellman, con el paso del tiempo, ha visto su nombre inscrito en el olimpo literario junto a los mejores poetas de Suecia y todos los estudios sobre su vida suelen coincidir en una infancia relativamente feliz, con unas primeras letras serias y rigurosas aprendidas bajo la férula de unos tutores a quienes su padre, no muy sobrado de recursos, habría encargado la educación especial y exquisita de su hijo primogénito. De los años posteriores y de su paso por la universidad, la de Uppsala en concreto, no hay demasiadas referencias pero ya aparecen los primeros síntomas del éxito extraescolar entre sus compañeros gracias a las frecuentes diversiones tabernarias que solían acabar en francachelas y, junto a todo ese espectáculo reducido y nocturno, su fracaso íntimo que le relaciona con el alcohol de forma cotidiana. Hablan también los biógrafos de su celebridad como intérprete (él mismo decía del instrumento que tocaba, el cistro, que llegó a tocarlo “maravillosamente bien”), de su facilidad para adaptar melodías de moda a modelos poéticos propios y de la popularidad alcanzada por algunas de sus canciones que traspasaron las fronteras del éxito parroquiano para ser interpretadas masivamente como si fueran auténticos himnos nacionales. En particular, la canción que le abrió las puertas de la corte de Gustavo III, soberano tan culto y sensible como autoritario, fue un brindis personal, “Gustafs Skal”, con el que Bellman quiso celebrar el golpe de estado propiciado por el propio monarca que acabó con el parlamentarismo en Suecia. El rey, agradecido por una consagración tan oportuna como popular, le concedió algunas prebendas que, si bien le permitieron tener un trabajo mejor remunerado, no le apartaron de su inclinación a la bebida y al juego, aficiones que le traerían problemas con la justicia a lo largo de toda su vida. ¿Qué biografía al uso sería capaz de explicar esa búsqueda desesperada de una felicidad siempre esquiva?
Bellman escribió muchas canciones y buena parte de esas composiciones se editaron antes o después en algunos de los libros que nos han quedado de su producción: “El templo de Baco, abierto a la muerte de un héroe" (1782) "La fiesta de Sión" (1787), o las famosas “Epístolas de Fredman” y “Canciones de Fredman”, pensadas ya desde 1760 pero publicadas a partir de 1790. Jean Fredman había sido un relojero de la corte que cayó en desgracia por culpa del alcohol y al que Bellman cantó como compañero y cómplice llamándolo “apóstol del brandy”. La formación religiosa de Bellman, así como su relación posterior con la masonería, le llevaron a escribir muchas parodias sobre la religión y las órdenes masónicas cuya actividad él remedaba en una inventada “Orden de Baco” de la que era fundador y el más conspicuo miembro. Tal vez una de esas epístolas, la número 81 (dedicada a la muerte de Lövberg, compañera de su amigo Movitz) sería la más adecuada para cerrar este brevísimo paso por un género, el de la canción de cuna, tan hermoso como contingente, tan emotivo como evanescente. Pero antes recordaré que Franz Liszt compuso en plena madurez y acercándose la hora de su muerte un bello poema sinfónico, el último, que tituló "De la cuna a la tumba". En él, el compositor húngaro parece desprenderse de todo lo superfluo para quedarse con lo esencial de la música y de la vida. Entre la cuna y la tumba -a la que por cierto define como "cuna de la vida futura"-, desarrolla una vida representada en la lucha por la existencia. Pero lo interesante es el comienzo del primer movimiento en que con dos notas, separadas por un mínimo intervalo, construye un vaivén rítmico, al modo en que las madres mecían la cuna de sus hijos, para abordar después la melodía, contenida, triste, cuyo esquema se repetirá en el último movimiento, como reflejo ya de aquella lejana infancia en la que los sonidos y las luces se aprendían a golpe de ritmo binario...Recuerdo la epístola 81 de Bellman:
Mira cómo nuestra sombra, Movitz, hermano mío,
acaba en la oscuridad. Cómo el oro y la púrpura
se mudan en grava y jirones.
Caronte saluda desde su río caudaloso
y el sepulturero da animosamente tres paladas
sobre quien no prensará ya más uva.
Por eso, Movitz, ven y ayúdame a colocar
la fría lápida sobre nuestra hermana.
Ese tránsito fugaz por la vida, esa relación entre los pañales y la mortaja, entre la cuna y la sepultura nos la recuerda también Quevedo en los tres últimos versos de su soneto a la Brevedad de la Vida:
"Cualquier instante de esta vida humana
es un nuevo argumento que me advierte
cuán frágil es, cuán mísera y cuán vana".
Una última reflexión paremiológica. Dice un antiguo refrán que "lo que en la cuna se mama, en la sepultura se derrama", como queriendo advertirnos de que todo aquello que hayamos escuchado o visto en los primeros años nos acompañará hasta los últimos o reverdecerá en ellos como pasto de otoñada; y Sebastián Horozco, en su Teatro Universal de Proverbios, glosa un dicho similar, "quien malas hadas ha en la cuna, o las pierde tarde o nunca", con los versos siguientes:
El que nace en triste sino
quando lo permite y quiere
aquel juicio divino
nunca sale de mesquino
viviendo así hasta que muere;
y quien malas hadas ha
en la cuna en su niñez
dícese que tarde ya
o nunca las perderá
aunque venga a la vejez.