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Las representaciones sobre la muerte y pasión de Cristo tienen una larguísima y fecunda tradición. Ya Alfonso X, en la Primera Partida, título VI, ley XXXV, lejos de prohibir tales manifestaciones, las recomendaba vivamente por mover «a los omnes a fazer bien e a aver devocion», además de para recordar que las escenas narradas «segund aquello, fueron fechas de verdat». De su escenificación en las iglesias pasaron a teatros al aire libre, donde los espectadores podían seguir físicamente los pasos que condujeron al Salvador al Calvario, interviniendo en ocasiones como «pueblo», turbados por la tensión que produce el hecho dramático, capaz de transformar a un mero asistente en actor convencido. Esa tensión esa participación que llevaba al hombre del medio rural en otras épocas (no tan lejanas) a «comprometerse», a contribuir con su intervención (por mínima que fuese), en aquella o cualquier otra costumbre, va resultando cada vez más impracticable y menos posible. El ser humano de nuestros días ha perdido la esperanza o la confianza en que su cooperación modifique el curso de la existencia o de la historia y espera inmóvil e insensible -como si estuviera ante el televisor- a que todo pase porque han llegado a convencerle de que «la vida es así».