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La orientación dada a los estudios sobre tradición oral en las últimas décadas ha ido variando considerablemente, desde la mera recopilación y acumulación de materiales hasta la curiosidad por comprobar de dónde provenían éstos y quién los transmitía. Aceptado ya el hecho de que son personas con un alto grado de especialización quienes se encargan de ir recogiendo, renovando y creando un repertorio, comienzan a surgir, aquí y allá, estudios parciales sobre estos personajes, característicos, irrepetibles, de cuya habilidad y -todo hay que decirlo- de cuyo capricho selectivo ha dependido en buena parte la evolución de ese repertorio oral que se ha venido llamando folklore. En efecto, es digna de estudio la capacidad con que esos especialistas, partiendo de estructuras tradicionales (y con el apoyo de fórmulas lingüísticas aceptadas y fijadas por la tradición) construyen edificios poéticos y musicales de altos vuelos que llegan a representar o a identificar a todo un grupo étnico.
Esta creación suele tener algunas características que la distinguen de la simple y personal composición poética: Suele ser forzada, es decir, producirse motivada por algún acontecimiento, rito o festividad que la provoca y a cuya celebración va dedicado el texto (loa de boda, refrán de San Antón, ramo de petición, murga de Carnaval, etc.); suele estar construida sobre un lenguaje conocido y compartido por todos aquellos que van a escuchar el tema y que juzgarán si el vate ha acertado o no en la utilización de los elementos que la tradición ha puesto en sus manos (ese esqueleto o estructura, esas fórmulas -o veces, frases completas- que salpican la composición aquí y allá y que dan al auditorio la sensación de que la escuchado es, en parte, de su propiedad); por último, ese texto o melodía suele tener un aprovechamiento, disfrute o utilización colectivos, y ahí es donde, realmente, aparece su carácter popular de consumo o aceptación.