30-03-2022
Si tuviésemos que buscar el origen de nuestra civilización nos tropezaríamos casi de inmediato con el concepto de propiedad y, por ende, con la necesidad de usar la toponimia para aclarar –del mismo modo que la antroponimia sirvió siempre para definir las características de las personas o la manera de diferenciarlas por el nombre– las peculiaridades de los terrenos que a cada persona pertenecían (apropiados o heredados). Había, por tanto, en la relación del individuo con la tierra que pisaba, un aspecto claramente patrimonial e identitario que se observaba ya en el derecho romano, se mantuvo en la cultura cristiana, se prolongó en las instituciones jurídicas medievales y se consolidó en el concepto moderno de propiedad, independientemente de si su origen estaba en la atribución individual o en el uso común de la naturaleza. En cualquier caso, desde el momento en que el individuo comienza a pensar acerca de su origen y de su destino, aparece la necesidad de conocer mejor el lugar sobre el que se asientan sus pies.
Los filósofos presocráticos y el mismo Sócrates hablaban de la investigación sobre la naturaleza, aquel peri physeos istoria que constituía el principio y el fin del conocimiento humano. Se daba ya en aquellos pensadores la necesidad de concertar lo cosmológico (o sea el origen del universo), lo jurídico (las normas creadas por el hombre para entender y controlar ese universo) y lo económico (las posibilidades de que el individuo sobreviviera con el producto de su propio trabajo explotando una tierra propia). Entre uno de los primeros textos conocidos del pensamiento de la humanidad –atribuido a Anaximandro, hace 2.600 años– y la filosofía de Nietzsche en la que habla del eterno retorno como solución a un desajuste entre el orden y el caos, hay millones de horas de pensamiento, de cavilación, de hipótesis sobre la razón de ser de la humanidad en la tierra.
Recientemente tuve la oportunidad de comprobar hasta qué punto la propiedad de la tierra y su uso están presentes entre las preocupaciones de muchos habitantes del medio rural y constituyen el principal problema con que se enfrenta la llamada «España vaciada». Me contaba un labrador «de toda la vida» (lo cual quiere decir con una tradición familiar de cientos de años) uno de sus primeros recuerdos infantiles el día en que su padre quiso que le acompañara a una feria comarcal: «Vamos a comprar una vaca», advirtió lacónicamente el padre, y se pusieron en camino sin más comentario.
No se sabe si era el sentido común lo que impulsaba a aquel padre a diversificar su actividad agropecuaria o era el reformismo agrario inglés, de moda a comienzos del siglo XX y avalado por la famosa frase de Chesterton «tres acres y una vaca», como el patrimonio necesario para mantener una familia aun en los tiempos más difíciles. La cuestión es que padre e hijo regresaron cabizbajos de la feria porque el ganadero al que pretendían adquirir la vaca puso un precio excesivo para una economía precaria: «Diez mil duros y la tierra que tienes en tal sitio».
El comentario a aquel recuerdo frustrado se enriquecía, a mi parecer, con una coletilla definitiva de mi interlocutor: «¡Dónde estaría ahora la vaca que quería comprar mi padre! En cambio la tierra la heredé, la cultivé y la sigo cultivando y la heredarán mis hijos».
El valor de la tierra no es solo económico. Tiene mucho que ver con el cultivo que se desarrolla sobre ella, con la satisfacción patrimonial que procura a quien la posee, con la adecuación de su uso al entorno, con el respeto a una ética ambiental que se atenga al bien común, con la consideración del terreno como parte de la historia y signo de identidad…
Las energías renovables han irrumpido en el mercado del suelo rústico desestabilizando los principios que lo regían y creando un oasis ficticio en la España vaciada. ¿Es la venta o el alquiler de las tierras para convertirlas en parques eólicos o solares el futuro que queda por vaciar? Cuando se «inventen» nuevas y menos agresivas fuentes de energía y se desmonten los gigantescos molinos asentados en toneladas de hormigón, ¿quedarán siquiera esos tres acres que sugería Chesterton para una decente economía doméstica?
Si un problema se plantea abierto a distintas posibilidades, no podrá ser resuelto siguiendo un algoritmo estandar. Acaso ese problema abierto no requiera la ejecución de un proceso conocido, sino una exploración nueva de la situación y una solución compleja pero más inteligente.