30-09-2022
No siempre fue Valladolid una ciudad «de cine». Si se repasa la hemeroteca de algunos periódicos vallisoletanos del siglo XX se podrá comprobar que muy a menudo coincidían los estrenos de películas de moda con los fracasos de taquilla. El cinematógrafo se fue asentando en la ciudad muy poco a poco y casi con la misma o mayor lentitud llegó a los pueblos. Los primeros cineclubs y teleclubs contribuyeron a difundir una cultura de la pantalla al tiempo que creaban una red que se extendió por todo el territorio nacional, fuese apoyándose en estructuras creadas por el propio gobierno fuese gracias a la labor de aficionados y voluntarios a los que, como siempre, la cultura debe culto.
Entre esos aficionados, pocos como el hermano jesuita José Terán tuvieron tan clara la vocación por difundir y popularizar el cine en diferentes salas de la provincia, además de la que tuvo a su cargo: la sala Borja. Su colección de más de 500 carteles, donada a la Fundación, ha podido conjugarse con otra curiosa recopilación realizada a lo largo de muchos años por un pariente del doctor Ramiro Cerdá, compuesta por casi dos mil programas de mano de diferentes películas, de los que se entregaban a la salida de los cines entre los años 20 y 70 del siglo pasado.
Todos esos papeles, más una gran cantidad de fotogramas de los que se exponían en el zaguán de las salas de proyección para atraer la curiosidad y el interés de los posibles espectadores, han compuesto la exposición que la Fundación ha presentado durante dos meses en la Casa Revilla de Valladolid. La muestra ha procurado recordar las temáticas preferidas del público que acudía a contemplar las películas y ha hecho un recorrido por los modelos publicitarios al uso en una época que abarca casi medio siglo hasta que internet y sus derivados se implantan en el planeta.
En el catálogo que ha acompañado virtualmente la exposición, se desvelan algunas de las interpretaciones filosóficas del entretenimiento que marcó las ilusiones de millones de personas durante todos esos años:
«Según Aristóteles, la verdad es la concordancia entre el pensamiento y el hecho real. Pero cuando el ser humano confunde lo real con lo imaginado, la fantasía entra a disturbar esa concordancia. Cuando la imaginación empieza a funcionar después de que desaparezca el objeto real entra en juego la fantasía, de modo que la verdad y la ficción se distinguen con dificultad. Se ha comentado muchas veces que en el mundo del relato, en especial en el del relato con tintes moralizantes, la clave para que funcionase la transmisión de los contenidos era la credibilidad, no la verdad, y de ese modo un hecho creíble, si se comunicaba con verosimilitud, tenía tanta validez como un hecho sucedido en la realidad. El periodismo del siglo XIX, adalid de la verdad, luchó con todas sus fuerzas contra las fake news de la época; contra las noticias falsas que basaban su atractivo en la facilidad de los ciegos copleros para hacer creíbles y aceptables los horrores y truculencias de una imaginación morbosa. Cuando parecía que retrocedía el universo de esa imaginación mendaz y calenturienta llega un nuevo género basado en la reproducción de imágenes recreadas de forma artificiosa sobre una pantalla, en las que lo creíble volvía a tener protagonismo. Para hacer público, para publicitar, ese nuevo género se crean modelos comunicativos en los que el papel y la ilustración –real o figurada– tienen una importancia decisiva. Se crea así en la población una necesidad de participar de alguna manera en aquello que se observa proyectado sobre una pantalla. El hecho de que la palabra «pantalla» tenga una etimología tan discutible (unos la hacen proceder del cruce de las palabras catalanas pámpol y ventall, y otros de las lenguas clásicas con el significado de "una parte del todo") es un nuevo acicate para la imaginación que confunde de ese modo la ficción del contenido con la blanca falsedad del continente. La pantalla de los teatros wayang kulit javaneses solo estaba decorada en la parte que veían los hombres, mientras que las mujeres, al otro lado de la tela, se conformaban con las sombras (que, por supuesto les permitían imaginar muchas más cosas).
Cuando el cinematógrafo se consolidó como invención popular y el público se acostumbró a sentarse en butacas individuales para "ver", el papel vino a prolongar la ilusión de las escenas imaginadas sobre la pantalla, aportando como complemento a los espectadores que asistían a las sesiones pequeños programas de mano, fotogramas de determinados pasajes de las películas que se podían contemplar en el zaguán de entrada al edificio, cantables para memorizar las melodías que se escuchaban en la cinta, revistas para ensalzar a actores y actrices o carteles de gran formato que ayudaban a rememorar lo mejor de cada película y se conservaban finalmente como parte de una biblioteca peculiar y personal. Todo esto se produjo entre los años 20 y los 70 del siglo pasado, creando un "estilo" publicitario muy particular que ya es historia».