31-03-2022
Para nadie es un secreto que la economía rural está en franca decadencia y muchos de sus defensores a punto de tirar la toalla como los entrenadores de los púgiles más castigados. La precisión es un poco moderna pero habría valido también para el siglo XVI, momento en que la nobleza española abandonó sus solares de procedencia para incorporarse a una corte cada vez más exigente y dispendiosa. A esa defección presencial o física de la aristocracia –y digo física porque en realidad las tierras seguían produciendo para el señor, que controlaba sus posesiones a través de un administrador–, a esa defección, digo, que se prolonga durante más de un siglo, sucedió en el siglo XVIII el abandono de los ilustrados: demasiado teóricos y con frecuencia considerados como visionarios, gente como Gaspar Melchor de Jovellanos o Zenón de Somodevilla esperaba del medio rural una resurrección técnica que mejorara los cultivos, despertara a la población de su secular atonía y convirtiera los pueblos españoles en ese tipo de paraíso tan cantado por los poetas neoclásicos, que por todas partes veían Arcadias.
El siglo XIX no trajo mejores perspectivas; envuelto en estériles conflictos, el Estado centró su actuación en desamortizar bienes o fincas que no producían, consiguiendo que cambiaran de manos pero no de nivel de producción. Pese a los intentos teóricos de personajes como Fermín Caballero, que llegaron a promover verdaderos tratados acerca del fomento de la población rural diferenciándola de la urbana y proponiendo leyes y programas concretos, la centuria acabó con aires de crisis. El siglo XX, perdóneseme la debilidad de la exposición que hace sacrificar el rigor en aras de la brevedad, trajo, tras la guerra civil pero incluso antes de ella, un éxodo masivo de la población rural, seducida por la posibilidad de encontrar en la ciudad –y sobre todo en la capacidad de la industria para generar empleo– ese medio de vida que los pueblos parecían incapaces de ofrecer. La vertiginosa caída del censo de habitantes repartió las cargas y beneficios, creando una impresión de crecimiento económico gracias a la política continuada de subvenciones. Esta política, que llega hasta el siglo XXI y aborda en estos momentos inexorablemente su última etapa, ha creado a mi modo de ver tres contradicciones que agravan la cuestión: la primera, que el interés de Europa por el medio rural español es sólo aparente; en el reparto de subvenciones prima la macroeconomía y abundan los planteamientos de despacho, muy lejanos de la realidad. La segunda, que el obligado interés del propio estado español es sólo parcial; la sociedad, influida sin duda por una campaña de desprestigio de todo lo tradicional que se llevó a cabo sistemáticamente durante décadas, está de espaldas a los verdaderos problemas rurales porque cree a ciencia cierta que los pueblos deben desaparecer y sólo espera el momento de su sepelio. Esta actitud, por último, condiciona fundamentalmente el comportamiento de la población rural que, aleccionada por las subvenciones recibidas, invierte de forma compulsiva en maquinaria de imposible amortización por un solo productor o invierte en inmuebles urbanos para que los hijos o hijas puedan estudiar carreras que les alejen definitivamente del solar donde se asentó la empresa de sus antepasados durante siglos.
Una fundación de las características de la nuestra no busca sólo conservar o defender el patrimonio cultural -es decir, los monumentos artísticos, pero también el lenguaje, las ideas y la creatividad– sino alertar a la población acerca de comportamientos desviados que pueden incidir –en realidad ya lo están haciendo– sobre el ser humano sin crearle por otra parte expectativas que mejoren su condición ni le ayuden a realizarse. El desprecio sistemático por el pasado es una de las contradicciones sociales que a menudo se deploran individualmente pero que terminan imponiéndose al apoyarse en la desidia y en la falta de determinación colectivas, cuyas consecuencias son, finalmente, actuaciones interesadas o espurias. El problema, según comprobamos a diario en nuestras relaciones con centros similares del continente europeo, no es sólo español. En realidad existen dos europas que no tienen que ver con las fronteras geográficas o políticas ni siquiera con el mayor o menor grado de progreso. Una europa va delante del carro -voy a conservar todavía un símil rural de fácil comprensión– y es esa europa que decide en Bruselas, y la otra va montada en el vehículo y lleva las riendas, pero no conduce. Permítanme que proteste en algún foro, en el que pienso que se me puede comprender, por la falta de iniciativa de la población rural, que ya ni siquiera puede decidir –no sé si pudo alguna vez– su propio futuro.
He denunciado más de una vez la incoherencia de ese Estado que vela por la moralidad de los individuos pero al mismo tiempo fomenta el juego o el consumo inmoderado de determinados productos porque generan beneficios inmensos a la hacienda pública. También he censurado, descendiendo más a la realidad, la incoherencia de las administraciones que alaban la artesanía, por ejemplo, desde las instancias culturales mientras gravan mortalmente a los escasísimos y ejemplares artesanos con impuestos de índole empresarial. Ahora quisiera hacer ver la dificultad que ofrece y ofrecerá a unos técnicos de agricultura decidir sobre el futuro de las subvenciones destinadas a hacer posibles unos proyectos culturales o dinamizadores cuya gestión está encaminada a despertar a una población dormida o escasamente participativa. Para colmo, los macroproyectos que se generan desde los despachos de Madrid, Barcelona o Bruselas y tienen que ver con falacias como la de las energías renovables o las supergranjas, vienen a enturbiar todavía más las atribuladas almas de los que creyeron huir del progreso destructivo para tratar de aislarse en el campo desierto.
Por último un turismo rural inmoderado, que sin querer ha ido fomentando los desplazamientos de un tipo de viajero depredador, escasamente interesado en los modelos culturales que visita, está defendiendo la cantidad frente a la calidad. Las estadísticas, casi siempre engañosas, hablan de números cada vez más elevados de turistas, sin especificar si comprendieron mínimamente lo que venían a ver o si fuimos capaces nosotros de convencerlos de su importancia en medio de tanta incuria y de tanta construcción inadecuada que revela el secular menosprecio por lo propio. Vivir en el medio rural y trabajar en él proporciona tantos ejemplos de esa insensibilidad que uno llega a aborrecer el camino que generó semejante despropósito y que ahora se recorre cotidianamente. En eso sí que diferimos de la mayor parte de los países europeos que, casi con las mismas leyes, han sido capaces por lo general de armonizar progreso con respeto al entorno, a la arquitectura popular y al paisaje.
Quisiera concluir diciendo que en esa lucha por conseguir que las subvenciones y ayudas tengan el fin más adecuado y eficaz, detectamos una preocupante falta de ilusión (consecuencia, entre otras cosas, de los dilatados plazos en que se hacen efectivas) y, muy frecuentemente, una ausencia de criterio. El futuro de cualquier tipo de reanimación social y económica del medio rural pasa por creer en lo que se está haciendo y no considerarlo una mera coyuntura. Pasa también por tratar de aunar, sin perjuicio para ninguna de las partes, las iniciativas tradicionales –las agropecuarias- con las de nueva implantación –culturales y de servicios- cuya activación no debe condicionar nunca el verdadero sentido de la existencia rural, que es el equilibrio entre el individuo y el entorno.
Tampoco quisiera dar una idea excesivamente pesimista de nuestro trabajo. Porque confiamos precisamente en las posibilidades de un ámbito con tanta riqueza humana, monumental y de recursos, estamos decididos a generar ideas, a desarrollar la capacidad para transmitirlas y a buscar los medios para convertirlas en realidad.