30-03-2021
Durante el tiempo de Cuaresma y Semana Santa son frecuentes las prácticas de ejercicios piadosos como el Via Crucis. Su historia es antigua y su proceso lento hasta llegar a la costumbre actual: Álvaro de Córdoba, un dominico nacido en Zamora y profesor en San Pablo de Valladolid, ya había recreado, tras un viaje a los Santos lugares en 1419 una vía dolorosa en la capilla del convento de Scala Coeli a las afueras de Córdoba. Y un siglo más tarde, ya en 1517 dos frailes franciscanos, Angel de Linx y Lorenzo Morelli intervinieron ante un comerciante de la ciudad de Romans, situada en el camino a Paris, para que se creara una vía sacra física que reprodujera en siete estaciones o pilares los principales eventos del camino de Cristo hasta el Calvario. La idea no era única ni original: en Varallo, en Italia, y también en el camino de peregrinación entre Loreto y Roma, los peregrinos ya podían contemplar desde hacía años, por ejemplo, la última cena en figuras al estilo de la concebida por Leonardo da Vinci, o participar junto con imágenes de los Reyes Magos en la adoración a Jesús niño en el pesebre de Belén, como enseñó a hacerlo el mismo San Francisco en Greccio.
Romanet Boffin, el comerciante que promovió y construyó en su ciudad de Romans esa reproducción de los santos lugares, confesaba que su recreación de la vía sacra estaba inspirada en otra similar que él mismo había contemplado en Friburgo, de modo que en los albores del siglo XVI, lejos de ser una novedad, eran muchas y diversas las manifestaciones plásticas que comenzaban a situar el recuerdo de la Pasión en un ámbito, no solo distinto al lugar en que se produjo, sino externo incluso a los templos o emplazamientos sagrados, donde ya anteriormente podían contemplarse y venerarse imitaciones de sepulcros de Cristo. Esta «interactividad espacial», como la denominaría la investigadora Kathryn Blair Moore, permitiría a cualquier persona, y en particular a los peregrinos que recorrían con una motivación espiritual los caminos europeos, involucrarse física y personalmente en una devoción tan antigua como beneficiosa para el alma. Es cierto que tampoco convendría desvincular esos beneficios, en forma de indulgencias por millones de días que se vendían en Romans, en la Toscana, en Dobbiaco, en Friburgo, de la reforma solicitada por Lutero que criticaba la cultura de reliquias e indulgencias que había provocado el uso viciado de las mismas. Pero en cualquier caso, la costumbre del Via Crucis, lejos de esas polémicas, era defendida desde mucho tiempo antes por la orden de San Francisco basándose en la tradición de que ya el santo practicaba una fórmula similar peripatética acompañada de la jaculatoria «adorámoste Cristo y bendecímoste, que por tu santa cruz redimiste al mundo». La tradición, por tanto, existía, pero es innegable, sin embargo, que el Libro d´oltramare, del franciscano Niccolo da Poggibonsi donde se narraba un viaje a los santos lugares entre 1345 y 1350 tuvo mucho que ver en la definitiva vinculación de los franciscanos con la práctica del Via Crucis. Ese viaje de Venecia a Jerusalén del fraile menor en que tan minuciosamente se describían los caminos, los edificios, los parajes –incluso la información de que la casa de la Virgen había sido destruida probablemente por los mamelucos en el siglo XIII–, intrigaría a los peregrinos y los animaría a visitar los lugares que recorrieron los pies de Cristo. El libro tuvo más de sesenta ediciones, muchas de ellas con interesantes grabaditos en los que la imaginación permitía a un devoto situarse en tierra santa al estilo de lo que Richard Ford haría popular siglos más tarde, en pleno romanticismo, con sus readers at home, o lectores en casa…
Otros libros vinieron a añadirse a la bibliografía de viajes con abundantes detalles textuales e iconográficos. Tal vez uno de los más populares fue el titulado Viaje de la tierra santa, donde Bernardo de Breidenbach, deán de Maguncia, transcribió sus experiencias al realizar un periplo para alcanzar los santos lugares en 1483. Erardo Reuwich, dibujante y grabador de Utrech, le acompañó e ilustró con preciosas imágenes el texto. El éxito del libro llegó a España, donde fue traducido y ampliado por Martín Martínez de Ampiés, hidalgo aragonés muy vinculado a la orden franciscana según desvela Pedro Tena en sus notas a la edición española del año 2002. Leamos siquiera un breve fragmento de su texto para comprobar el interés del autor en demostrar la veracidad de su viaje: «Del santo sepulcro hasta el Calvario, el monte donde Jesucristo fue crucificado, hay setecientos pies medidos. Hay una iglesia. Y desde el suelo hasta arriba, donde la cruz fue asentada, tiene de alto 18 pies. El agujero donde la cruz estaba puesta es de tal anchura que puede coger una cabeza como la mía, que dentro yo puse. Y el color de la sangre muy sagrada de Cristo, redentor nuestro, aún se ve en la escisión de piedra, la cual estaba a mano izquierda, donde está hecho un altar muy hermoso. El pavimento o suelo de esta capilla y las paredes son hechas de muy fino mármol y muy pintadas con doradura sutil y muy rica. El lugar donde la cruz fue afirmada es una fosa de hasta dos palmos, y tan grande y capaz, según antes he dicho, que puse yo dentro mi cabeza». Breidenbach culmina esa parte de la descripción con el siguiente texto que augura la posibilidad de extender el recuerdo de la Pasión por todo el orbe cristiano: «¿No es maravilla que los peregrinos, y cualquier devoto y fiel cristiano, haya gana y deseo de visitar lugar tan santo y de tanta indulgencia donde Jesús, nuestro redentor, puesto en la cruz, redimió con su muerte y sangre preciosa el mundo lleno de mancillas por culpas ajenas? Oh lugar digno para poner sello a nuestra memoria, que si no podemos verle con los ojos, que le visiten las voluntades, pues de ahí se obró la redención y salud humana»…