30-12-2019
La bodega Heredad de Urueña, de la familia Rodríguez León, conserva aún, convenientemente restaurado, un palomar de los numerosos que salpicaron la Tierra de Campos. Tradiciones bien antiguas avalaban la costumbre de sahumar o pintar las paredes de los palomares con distintas sustancias, tanto para atraer y fijar en ellos a sus posibles inquilinos como para evitar que, una vez aposentados, fuesen atacados por alimañas o depredadores. Dentro de las costumbres más fantásticas estaba la de enterrar un vaso de cristal colmado de leche de mujer bajo el lugar por donde entraban y salían las palomas. También los cominos y la miel se utilizaban ya dentro de la serie de productos naturales que certificaban las tradiciones más primitivas; con miel se mezclaban los higos secos triturados y los granos de cebada hasta conseguir con ello una masa que, distribuida en pequeñas bolas, servía de alimento a las palomas y las familiarizaba con el lugar elegido para que anidasen. El comino se hervía en vino oloroso y con el líquido resultante se manchaban las paredes del palomar. Cuando en el siglo XIX se trató de fomentar la edificación de estas construcciones tan peculiares se llegó a recomendar que la última capa de barro que servía de protección a los adobes del habitáculo se hubiese pisado añadiendo el contenido de unas botellas de anís.
Y es que el alimento preferido de las palomas iba, según las opiniones, desde el trigo o algún cereal fino (cebada molida mezclada con leche, por ejemplo) hasta las legumbres como la lenteja, las habas o la arveja.
En cuanto a las sustancias con las que se trataba de mantener alejados a los animales nocivos, mencionaremos la ceniza de encina que era un buen repelente contra los ratones de campo. Más ofensivo era el sahumerio de cuerno de cabra para disuadir a gatos y garduñas. El olor de la ruda repugnaba a las culebras, pero (y volvemos a entrar en el capítulo de lo fabuloso) lo definitivo para distanciar a los ofidios era escribir en el interior de la construcción las palabras Adán y Eva.
Todas estas recomendaciones y otras que aún se podrían recoger de la boca de los ancianos se fueron transmitiendo habitualmente a través de los tratados de agricultura (Columela, Abu Zacaría el sevillano, Alonso de Herrera...) o de los lunarios y pronósticos perpetuos (Zamorano, Cortés...) que aseguraron su uso haciéndolas llegar casi hasta nuestros días.
La bodega Heredad de Urueña ocupa en la actualidad, como es natural, el denominado pago de «la Paloma» y otros, como el paraje de Carrepozuelo (resto de un camino o senda que cruzaba el pago) o el terreno denominado de «Los Lebratos», que era atravesado por el Camino de Zambrana o de la Zamorana, antigua vía que, viniendo del cercano Monasterio de la Espina formaba parte de la ruta que llevaba a Santiago de Compostela pasando por Bustillo y Zamora. Todos estos terrenos y otros cercanos, como el de «La Plegaria», el de «Matapenas» o el de Carrelavega integraban una importante extensión plantada de viñedos que hasta el siglo XIX se mantuvo en esa parte del término y que concluía en el camino de Villardefrades y en los pagos de «Las Viñas» y «Las viñas de los cercados». Aproximadamente la sexta parte de la extensión ocupada por el término de Urueña eran viñas. El Catastro de la Ensenada habla de viñedos de primera, de segunda y de tercera y añade que al menos sesenta iguadas eran de sembradura de vid de primera. La importante cifra de más de 500 hectáreas dedicadas a la vid no es extraña si se tiene en cuenta que hasta comienzos del siglo XX el pago a los jornaleros se hacía en «vino y compango» según se especifica en los contratos que se extendían a los segadores por San Juan. La iguada era una medida de superficie equivalente a 3.750 metros cuadrados. Quiere esto decir que los viñedos de primera -los establecidos entre el arroyo de la ermita y el vecino arroyo de las viñas (había otros de diferente calidad en el páramo)- ocupaban unas ciento ochenta hectáreas. La iguada de viña de primera calidad daba al año 24 cántaras (cada cántara unos dieciséis litros), de modo que las 60 iguadas producían 23.040 litros al año. El cálculo de la producción total entre tierras buenas y regulares podría establecerse en unos 70.000 litros por año en el término, aunque Francisco Mariano Nipho, en su Descripción natural, política y económica de todos los pueblos de España, publicada en Madrid en 1771, cifra en 2.000 cántaras de vino la producción de ese año en Urueña (unos 32.000 litros).