30-06-2019
Las primeras colecciones de grabados en los que aparecen vendedores ambulantes surgen precisamente en el límite entre los siglos XV y XVI, y representan oficios en los que se presume una obligada relación entre quien comercia o trata y un público comprador. Justamente por esa necesidad de comunicación, quienes dibujan o retratan al vendedor suelen hacerlo en actitud de marchar –lo que parece transmitir la idea de esa imprescindible trashumancia de su negocio- o voceando la mercancía –con una mano haciendo de pantalla para que su pregón llegara más lejos o fuera mejor dirigido-, unas veces en solitario y otras rodeado de atentos espectadores cuyos ojos parecen sustituir a los oídos por lo abiertos que están y la fijeza que manifiestan al observar al artista de la comunicación. La invención de la fotografía, lejos de apartarse de estos modelos –cuyos autores suelen advertir en el título que son «tomados del natural»-, viene a contribuir a mejorarlos, retratando el «paisaje» en el que desarrollan su actividad, que suele ser la calle, un mercado o una fiesta ritual. Hay algo, sin embargo, que desaparece en ese tránsito entre la representación pictórica y la instantánea fotográfica, y ese algo es el pie con el que, ya desde el siglo XVI, suelen complementar la imagen los grabadores o editores. Ese pie trata, en una o dos líneas, de completar la ilustración con la traducción literal de un sonido cuyos ecos parecen reflejarse en la prolongación de algunas vocales del grito, en las interjecciones que abren y cierran las frases seleccionadas, en la transcripción de ese pregón familiar que sugiere el ámbito sonoro o parece subrayar de él lo que interesa.
Todo eso desaparece al llegar la fotografía cuyo lema parece ser el conocido dicho «una imagen vale más que mil palabras». Es curioso, sin embargo, que en los orígenes mismos de las imágenes renacentistas que inauguran la galería de retratos de vendedores ambulantes, ya hubiese un músico, Clèment Janequin, que compuso un tema titulado –Voulez ouyr les cris de Paris?- en el que trataba de reproducir las llamadas de atención de los mercaderes callejeros en la capital de Francia. Tenía que ser un músico quien sintiese curiosidad por las cantinelas de los vendedores y las transcribiese –con adiciones personales y varias voces- a papel pautado. Tales cantinelas respondían a unas formas muy decantadas por el uso y muy pulidas, que a todas luces resultaban altamente eficaces, desde los recursos tradicionales del pregón escueto hasta la improvisación calculada del charlatán. Del mismo modo que el ciego llamaba la atención de sus potenciales clientes con una serie de fórmulas melódicas altisonantes, así los vendedores callejeros echaban mano de proclamas sonoras en las que el ritmo, la entonación, el volumen y lógicamente el mensaje, contribuían a la identificación del producto y del vendedor. Había, pues, en ese pregón, varios elementos que interesaba comunicar: en primer lugar, si es que no quedaba suficientemente claro con la presencia física, qué se vendía; en segundo lugar, las cualidades del producto y por último las características concretas que lo hacían deseable y adquirible, como por ejemplo la procedencia o la frescura. Todos estos extremos y otros pueden comprobarse en las sucesivas descripciones literarias y plásticas que un oportuno aunque esporádico costumbrismo rescató del pintoresquismo banal para alzarse como pilar de un verdadero estudio de tipos populares. Uno puede viajar desde Lope o Quevedo hasta Antonio Flores, pero también desde Juan de la Cruz Cano hasta Eduardo Vicente, y completar el recuerdo personal o la imagen infantil de aquellas calles bulliciosas, con trazos artísticos o literarios que abarcan desde la Edad Media hasta el momento en que nuestra mentalidad –es decir, el conjunto de vivencias y conocimientos que transmitían sentido e identidad a nuestra vida- comienza a tambalearse bajo el peso de una moderna y aséptica visión del mundo y de sus habitantes. Marcel Jousse –el jesuita francés que estudió arameo para comprender mejor cómo había convencido Jesucristo a las multitudes con la palabra– comparaba el papel de la memoria en el universo intelectual con el principio de la gravedad en el universo físico.
Probablemente al individuo de nuestros días, que ya compra por internet y que sólo por curiosidad o snobismo se acerca a los mercados –de donde, por cierto, han desaparecido las balanzas antiguas, los cestos, los gritos y el trato físico– estas imágenes le resulten tan ajenas como la cultura que representan, pero nada de lo que acontece en el campo de la tradición es superficial ni mucho menos superfluo. Las leyes antropológicas del lenguaje –esas que unen la palabra a la acción, que identifican la voz con el gesto– sirven para marcar el camino del acercamiento entre individuos y para facilitar su comunicación, de modo que la pretensión de eliminar gratuitamente alguno de sus códigos puede provocar el desequilibrio vaticinado ya por el jesuita francés hace más de un siglo. Aunque las fotografías que componen la muestra que la Fundación ha preparado para su exposición en la Casa Revilla no sean un documento nuevo, en el sentido antropológico, aportan esa posibilidad de participación visual e interpretativa en algo que fue y ya no es, no sólo en su conjunto cultural sino en su realidad química. Ningún invento conseguiría reunir de nuevo a los personajes que aparecen en las instantáneas, ni lo que representan (es lo que Roland Barthes llamaba el «tiempo aplastado»), pero nuestra imaginación –hayamos participado o no de la época y de sus consecuencias– nos dará pautas para nuevas e interesantes lecturas personales.
Sin remontamos a tiempos pretéritos pueden recordar sin dificultad los vallisoletanos los cánticos del trapero/lanero, del piñero, del botijero o el toque del afilador; más atrás en la evocación nos podríamos encontrar con las voces del arenero, del lañador, del aguador o del vendedor de sangrecilla, oficios todos ellos ambulantes también y necesitados de esa pública y sonora predicación para atraer a la parroquia.
Los pueblos han mantenido, por razones de orden práctico la mayoría de las veces, esa expendeduría trashumante que en otros tiempos tuvo como escenario todo el territorio nacional: por poner un ejemplo práctico, la mayor parte de los vendedores que llegan hasta Urueña utiliza ahora megafonía para hacerse notar. Algunos se aproximan con la pila del micrófono a medio gastar y sólo emiten un ruido confuso que se mezcla farragosamente con el del motor de la furgoneta en que viajan; otros recurren al estrépito de sus bocinas para el reclamo, sabedores de que el sonido de las mismas o la duración del toque harán inequívoca la llamada; por fin, algún otro más original llega al pueblo con la música de los «pajaritos por aquí, pajaritos por allá», de tan pertinaz como enfadosa memoria, para convocar en el Corro (que es como se llama en Urueña a la plaza) a las vecinas que quieran comprarle algún retal. Entre los muchos «gritos» que se escuchan, casi hipnotiza en particular el de un melonero que, elevando paulatinamente la tonalidad de su motete como si de una sirena se tratase va desgranando de trecho en trecho la siguiente retahíla: «Vamos a ver parroquia que ya está aquí el melonero de confianza / con melones que se dan a cala y a prueba, a raja y a cata; / vamos a ver parroquia, que esto es azúcar del Turia...».
Melones tan ponderados han de tener la coronilla dura, ser de buen peso y amargarles el pezón, según recomendaban los antiguos, que ya comparaban al melón con el ser humano por la dificultad que ambos presentaban para dejarse investigar:
«El melón y la mujer malos son de conocer», decía un refrán y remataba otro, anticipándose a los tiempos en que hay que callar tantas cosas para no incurrir en lo políticamente incorrecto: «El melón y el hombre nunca se conocen».