30-09-2017
Las excavaciones realizadas a partir de 1993 en el Pago de los Pedregales, en Urueña, se desarrollaron durante dos años en 4 fases y permitieron contar con un equipo dirigido por Alicia Gómez Pérez y Jesús Álvaro Arranz, quienes trabajaron con estudiantes de arqueología de la Universidad de Valladolid sobre el pago mencionado, en el que se habían encontrado los restos de una pequeña iglesia. Las excavaciones mostraron principalmente una característica que es común a muchos otros hallazgos de la época: las personas -beatos se les sigue denominando en la toponimia local- que habían decidido establecerse juntas, fuera bajo la regla de san Pacomio, fuera bajo la norma de san Benito, vivían en una pobreza natural y voluntaria. El cielo sobre sus cabezas y la tierra bajo sus pies, de la cual extraían el sustento necesario para la vida en común. Elegían para ello un lugar adecuado donde el agua y la naturaleza fueran pródigas y no les obligara a desplazarse para conseguir lo que preferentemente buscaban: sosiego, apartamiento de las costumbres del mundo y un lugar donde trabajar y orar.
Los enterramientos descubiertos dieron prueba de ello. Ausencia de ornamentos, de lujo, de cosas superfluas, para dejar esta vida exactamente igual que llegaron a ella, es decir con la desnudez de cuerpo y la ayuda del espíritu. No voy a decir que su filosofía sea ejemplar para nuestro tiempo, pero es evidente que pensaron como nosotros, se expresaron como nosotros y sin embargo pasaron por la vida sin necesitar todas las comodidades de las que nosotros decimos disfrutar. Cada época tiene sus héroes y los de la nuestra están mucho más cerca del ruido, de la violencia y del hacinamiento que del cenobio.
Para los alumnos que participaron en aquel curso, así como para los profesores que impartieron las enseñanzas, o para los que vimos de lejos su admirable trabajo, fue un motivo para la reflexión, sin embargo. Las sucesivas etapas descubiertas en los diferentes estratos hablaban de un largo período de tiempo y de una utilización continuada y tal vez diversa para el lugar común de oración. A su alrededor o dentro del mismo recinto, los cuerpos sin vida buscaban congregarse como en una especie de comunión física y espiritual, idea tan querida para el cristianismo y base para la fe de muchos de nuestros antepasados.
Urueña sigue siendo, a pesar del paso del tiempo, un asentamiento favorito por sus condiciones para una vida cercana a la naturaleza y despegada de la mayor parte de los ruidos mundanales. Urueña –tal vez por eso- fue, desde su fundación en el siglo XII, emplazamiento buscado por los monjes y por muchas otras personas que en cierto modo compartían su filosofía. Al convertirse en lugar de señoríos y monasterios numerosos documentos de la Edad Media aluden con frecuencia a donaciones de lugares con sus cilleros y bodegas, a veces incluidos o a veces excluidos de dichas mandas.
En uno de los primeros Parpalacios publicamos un texto de la donación de doña Urraca a la diócesis de Santiago de unos terrenos de su propiedad. En ese documento se hablaba de viñas. Las viñas, tanto las pertenecientes a monasterios como a particulares, se fueron agrupando en pagos a lo largo de los siglos XII y XIII, pagos que habitualmente recibían nombres relacionados con el cultivo o con las características del terreno. Esa agrupación era para mejor proteger dicho cultivo de la ganadería y de su paso devastador, hecho tan frecuente y originador de conflictos que a menudo es contemplado en leyes y fueros. De hecho, en Urueña hubo un pago que se denominaba "viñas de los cercados", por la tapia de piedra que rodeaba la tierra, y en el siglo XVIII todavía se hablaba de una "viña murada" perteneciente a Luis Fernández de Isla, lo cual indica la sensata costumbre de proteger los viñedos del paso de la ganadería.