30-03-2017
En el desarrollo de su actividad, los narradores o «especialistas» en relatos orales, autodidactas por lo general o con un aprendizaje formal mínimo (siempre hubo niños que ya a los cinco o seis años tenían una facilidad pasmosa para relatar cuentos) solían alcanzar o adquirir una serie de recursos que permitía definir los límites del género y la personalidad de sus cultivadores.
El narrador no suele distinguir entre clasificaciones, de modo que puede relatar junto a un cuento maravilloso una facecia costumbrista o una fábula de animales. Utiliza casi siempre unas fórmulas iniciales y finales, que enmarcan lo narrado dentro de un cauce o estilo (si empieza diciendo «erase una vez», se supone que no va a recitar una adivinanza o una oración, por ejemplo; si dice «colorín colorado» se sabe que el cuento ya no continúa); utiliza la narración en tercera persona o los diálogos de acuerdo a su estado de ánimo o al público que le escucha (un cuentista fuera de su contexto tiende a acelerar la narración; a abreviar suprimiendo diálogos); elimina o acumula fragmentos (que no constituyan de por sí una fórmula irremplazable) según su criterio y voluntad. Da por sobreentendidas a veces esas fórmulas o las repite machaconamente para que sean retenidas por la memoria de la audiencia; fórmulas que, por otra parte, son inventadas o creadas muy frecuentemente bajo modelos versificados que varían de unos narradores a otros.
No podemos pensar, sin embargo, que todo este material tan rico y diverso ha sido producto exclusivo de la mente de los especialistas en narración oral. El documento escrito ha constituido algo así como los pilares de un acueducto, siendo de vez en cuando el apoyo imprescindible en que descansaba todo ese material tradicional que se movía en el cauce de la oralidad.
Pliegos, estampas, colecciones de cuentos, cuadernillos impresos, reversos de envoltorios de caramelos, calendarios y tantos otros medios, han sido vehículo eficaz para acercar a una vía tan casual e imprevista como la hablada, un material contrastado, fértil y abundante como era el literario. De la suerte que corrió todo ese corpus pueden hablar los estudios comparativos entre colecciones conocidas y documentadas y la tradición en el momento presente: cuentos actuales se pueden reconocer en narraciones de Anacreonte, de Apuleyo, del Libro de los Gatos, de Grimm o de Perrault. Sin embargo no conviene caer en tentaciones genesíacas pensando que tal o cual narración nace en la mente de éste o aquel «inventor» de cuentos. Aquí la palabra «inventor» tendría su sentido original (invenire=encontrar) y vendría a designar a quien, habiéndose topado con un tema adecuado, sabe darle el tratamiento preciso para que después la suerte o la moda lo difundan a los cuatro vientos. Por supuesto que tal tratamiento deberá entrar dentro de ese peculiar «estilo» que define a todo lo tradicional y que resulta a veces tan difícil de delimitar. En cualquier caso la gente sabe distinguir un cuento bien narrado de uno que no lo está, así como en estos momentos (por sensibilidad o porque las modas y costumbres varían) aprecia mejor un texto de Fernán Caballero que uno de Antonio Trueba, aun perteneciendo ambos al mismo siglo.