Editorial
Parpalacio
Concha Casado. IN MEMORIAM
30-09-2016
Hace más de veinte años nos reunimos un grupo de amigos y colaboradores de Doña Concha Casado en el Consejo Superior de Investigaciones Científicas —todavía en la calle Duque de Medinaceli— para rendir, con ocasión de su jubilación, un tributo de admiración y afecto a quien durante muchos años había sido el motor de las investigaciones filológicas y antropológicas del Consejo. Poco podíamos imaginar en aquel momento que Concha nos reservaba una sorpresa. Cierto que ya había comentado en alguna ocasión a sus allegados su intención de retirarse a León para poder desarrollar desde allí una actividad social y divulgativa, pero las buenas intenciones de los jubilados suelen quedar habitualmente en eso, en buenas intenciones. En este caso la excepción confirmó la regla: Concha Casado emprendió una batalla personal y sin tregua contra la desidia, contra el papanatismo, contra la inanidad y contra la manía secular de arrinconar lo nuestro para ensalzar lo que se da en otros pagos. Ya había aprendido yo buena parte de esa lección cuando me tocó recorrer los Ancares en su compañía. Los ancareses eran muy conscientes del valor de lo suyo, aunque supiesen ya por aquel entonces que andaba en almoneda el arte de otros tiempos. Mucho nos costó a Concha Casado y a mí convencer en un pueblo a sus habitantes, que casi nos querían pegar por creernos periodistas, de que la intención de un artículo de Julio Llamazares en El País había sido exclusivamente descriptiva y que en realidad no les había llamado papudos. No he tenido luego ocasión de contárselo a Julio pero estoy seguro de que le hubiese gustado el detalle y se hubiera reído con el apuro en el que nos metió.
En cualquier caso, los valles de los ríos Ancares y Burbia quedaron en mi memoria como unos de los parajes más hermosos que haya podido contemplar. De nada serviría describir con palabras lo que sólo se podría entender a través de los sentidos: colores, aromas, sonidos, silencios... Me arriesgaré a compartir dos recuerdos, seleccionados entre las mil anécdotas que nos sucedieron en los distintos períodos de tiempo en que recorrimos aquellas benditas tierras para conocer mejor a sus gentes y su cultura.
El primero y más importante tiene que ver con una reflexión personal. Después de compartir casa, comida y conversación con algunos ancareses comencé a preguntarme si era correcto atribuir un sentido exclusivamente económico a las palabras riqueza y pobreza. Aquellas personas, aun careciendo de lo que hoy día nos parece tan natural y tan necesario para nuestras vidas, nos ofrecían una riqueza extraordinaria de lenguaje, de expresiones, de vivencias, que se interiorizaba creando unos vínculos indestructibles con el entorno, con el pasado, con la propia existencia. Había una naturalidad tan aparentemente sencilla en sus gestos y en su comportamiento que hasta a ellos mismos les resultaba difícil reconocerlo. Nada de sofisticación, ausencia de esnobismo, carencia de lujo superfluo, pero cuánta generosidad en las pequeñas cosas, cuánta prodigalidad en la imaginación, en la fantasía. La vinculación cotidiana con el patrimonio familiar, con la sabiduría antigua en la que nada era prolijo ni innecesario, cambiaba el valor del tesoro, que no constituía una riqueza en sí mismo sino por el uso adecuado y moderado que se le daba. Tantas cuantas veces regreso a esta cuestión, vuelvo a preguntarme qué extraño maleficio, qué inadecuadas formas de progreso dejan indiferentes, aburridos y sin peculio lingüístico a los que denominamos habitualmente ricos, privando a los
pobres de la posibilidad de envejecer dignamente conservando su acervo y su historia. ¿Será acaso que esa riqueza suele ir unida a una imposición violenta de sus premisas y entre éstas no figura la cultura? Las civilizaciones que quisieron fomentar la delicadeza y la sensibilidad en las cosas del espíritu sucumbieron a manos de otras más bárbaras y esa es la historia resumida del género humano: construir sobre la destrucción.
El segundo recuerdo tiene que ver con otra de las riquezas dilapidadas en nuestro tiempo: el silencio. No es difícil averiguar, cuando llegábamos a algún pueblo, a quién le tocaba el buen alojamiento: Doña Concha quedaba en las manos solícitas de la familia correspondiente que nos diera hospedaje y, como solían escasear las camas sobrantes, yo me iba a buscar algún catre cercano. Estando alojado en una casa de huéspedes de Burbia tuve la sensación una noche de que me había muerto, tal era la quietud y la ausencia de sonidos. Tuve que abrir la ventana, ya un poco angustiado, para convencerme de que no había pasado a lo que llaman mejor vida; el murmullo del regato que discurría por el medio de la calle me devolvió las sensaciones vitales con el mejor y más adecuado de los pensamientos. «Todo fluye».
En fin, muchas personas y circunstancias toman forma en este triste momento en la memoria agolpándose sin orden en el umbral del recuerdo. Allí están la
compostora o curandera, el madreñero, el cestero, el molinero, cada uno con la receta justa para desarrollar su oficio en beneficio de los demás. La existencia, por más que a la humanidad le parezca poco importante, sólo tiene sentido si constituye un eslabón que forma parte de una larga cadena. Esa misma cadena que por un lado nos vincula a un pasado y por el otro deja de ser asunto de nuestra incumbencia pues no nos tocará sujetar ese cabo por más que la ciencia avance.
La cultura en León es tan antigua como el tejo, ese árbol mágico que todavía subsiste en alguno de sus bosques, y tan espectacular como el canto del urogallo que aún anida en sus hayedos y robledales. No exagero si digo que la canción más hermosa que he escuchado nunca se la oímos cantar a una anciana ancaresa, que hablaba del niño Jesús en el portal como si le hubiese conocido y acompañado en tan feliz circunstancia, para captar y condensar en unas pocas notas, bellas y tiernas, la secular historia de esperanza. Tampoco miento si digo que se dio la ocasión de asistir a un entierro donde, perdida ya la antigua costumbre de
dar caridad, nos ofrecieron cinco duros por estar y encomendar el alma del difunto. Los cuentos y las leyendas que allí escuchamos hablaban de abesedos y lobos como referencias familiares y hostiles, seguramente por haber sido creadas en esas épocas intermedias de la civilización en que la naturaleza y las estaciones se encargaban de convertir los aliados en enemigos y todo lo contrario.
Estos recuerdos breves pueden dar una idea aproximada de lo que Doña Concha hizo por el patrimonio ya que estos paseos etnográficos los llevó a cabo por toda la provincia de León y con muchas otras personas. Los resultados de sus investigaciones y reflexiones aparecieron en múltiples publicaciones patrocinadas por la Diputación de León, por Caja España, por el CSIC o por la Hullera Vasco-Leonesa. La Fundación quiere rendir este pequeño pero sincero homenaje de admiración y afecto a quien perteneció a su Patronato durante unos años: Doña Concha, maestra y sabia.
Joaquin Diaz