30-06-2014
Desde hace bastantes años, numerosos trabajos de investigadores españoles van encabezados por la frase: “a mi esposa -o a mi familia-, por su paciencia y las horas robadas”. Este comienzo usual, que tiene algo de angustiada justificación por el tiempo hurtado a la convivencia, tiene también una lectura paralela que expresa hasta qué punto puede ser arduo investigar –en cualquier tipo de comunidad, pero particularmente en la hispánica– y hasta qué punto la necesaria soledad del científico puede dificultar sus relaciones humanas y afectivas, con lo que ello supone de menoscabo para el resultado de un trabajo de esas características. Sobre el primer aspecto –la dificultad de investigar- se vuelcan no sólo los obstáculos inherentes al propio hecho de averiguar, reflexionar y sintetizar, sino también la opinión negativa que la sociedad se ha ido forjando -en los últimos años, especialmente- acerca de esta actividad. El investigador es consciente de que su afición o su curiosidad pueden incidir de forma beneficiosa sobre la comunidad en la que vive, pero la seguridad ficticia, la convicción incontestable en que dicha comunidad se escuda hoy día, parece pregonar lo innecesario de la tarea de aquél. La certeza de conocerlo todo, de solucionarlo todo apretando un botón, convierte a la sociedad occidental, y muy especialmente a la española, en denostadora de los principios que rigen el método científico, uno de cuyos pilares es la duda. Se ha hablado muchas veces de la dificultad que encuentra el individuo de hoy para hacer uso de su cultura sin parecer un concursante. Los datos y conocimientos que en el pasado se integraban en la existencia del ser humano, que parecían llegarle acomodados a su edad y de forma ordenada y natural, aparecen ahora desdichadamente inútiles, innecesarios y desfasados, bien por estar alejados de la tecnología moderna y sus recursos, bien por carecer de funcionalidad o rendimiento económico.
Los medios de información y formación a los que cualquier persona puede acceder en la actualidad parecen desmentir la idea antigua de que la memoria era fundamento de la cultura y posiblemente el más sólido fundamento, pues gracias a ella, de forma mediata o inmediata, nos llegaban los elementos que nos iban a permitir conocernos, reconocernos e identificarnos frente a otros, al tiempo que nos prevenían contra la reiteración de errores. Hay que recordar, sin embargo, que esos medios actuales (con todo el poder que queramos atribuirles) no han venido a sustituir, porque no podrían hacerlo, el mérito del esfuerzo personal ni la admiración como fuente de conocimiento.
La cultura tradicional debe seguir interesándonos, tanto por lo que tiene de manantial directo, de venero fluido y sin intermediarios, como por el hecho de que puede ayudarnos a elevar un hecho humano o folklórico a la categoría de científico si somos capaces de analizarlo, documentarlo y estudiarlo con un método adecuado. Un carpintero corta la madera con la que fabricará un mueble, en una fase determinada de la luna y en un mes concreto. ¿Por qué? ¿Cuántas generaciones han tenido que pasar para que la experiencia acumulada aconseje preferir la madera talada en el menguante de enero? ¿Cuántas más para preservar esa creencia, esa seguridad, y convertirla en un principio cultural? ¿Y cuántas aún para que hubiese una explicación dada por la selvicultura a ese hecho contrastado? ¿Cuántas generaciones, por fin, para perder o desperdiciar esa maravillosa e inmensa riqueza –experiencia y ciencia- amasada con penalidades y esfuerzos por nuestros antepasados?
Se precisan años de análisis para una sola hora de síntesis. Y es que esa síntesis necesita además no sólo los datos, sino la imprescindible capacidad humana para reelaborarlos y convertirlos en avance, en un nuevo peldaño de la empinada escalera de la evolución humana. Por eso, la tradición, más que una disciplina científica constituye una tendencia estética y vital que, por definición, basa su existencia en el respeto a la historia y a las formas de vida del pasado, pero que recibe su principal impulso de esa capacidad humana para evolucionar, renovando ideas y formas de expresión, reutilizando usos y costumbres. Como tal tendencia, muestra permanentemente su disposición a incorporar a su propio bagaje asuntos de disciplinas varias que deben contribuir al estudio y a la comprensión cabal de su complejidad. Lejos de formar un conjunto anárquico o arbitrario de saberes aislados, la tradición se caracteriza por dar homogeneidad a todos esos conocimientos, descubriendo y explicando sus conexiones.
No parece lógica, por tanto, la postura consciente y reiterada, adoptada por la sociedad española durante las últimas décadas del siglo XX y las primeras del XXI, de prescindir de conocimientos tradicionales, decantados y perfeccionados por el uso, cuyos valores aparentaban haber quedado fuera de cualquier escala aceptable. Tal postura desequilibró fatalmente la opinión pública a favor de una visión biográfica e histórica exclusivamente futurista y desarraigada, que relegó la cultura heredada por tradición a la categoría de inservible y rancia. Un nuevo vector –la crisis rural producida por el auge de políticas industrialistas- vino a marcar definitivamente la dirección de las fuerzas sociales, en un giro cuyas consecuencias todavía no percibimos con plenitud pero que ya podemos intuir al comparar los resultados con otros países del entorno.