30-03-2014
La labor de un museo representa mucho más de lo que se ve. Sólo un tanto por ciento mínimo de todo un trabajo de equipo aparece en las exposiciones permanentes y poco más en las exposiciones temporales. Por tanto no se puede valorar un recinto museístico sólo por el número de espectadores que lo visitan, sino por la oportunidad del mensaje, el alcance del mismo, su adecuada transmisión y sus aportaciones al desarrollo de un deseado cultivo personal. La comunicación fluida entre mensaje y destinatario es una experiencia individual en la que el estado de ánimo, el conocimiento previo de determinadas materias, su articulación en las vivencias de cada persona y el nivel de curiosidad tienen mucho que ver en el resultado final; a veces más que el propio valor material de lo expuesto. La idea previa o la vinculación existencial que tenga el visitante con lo expuesto le van a predisponer a favor o en contra de las piezas y de la orientación del mensaje que con esas piezas pretende ofrecer el responsable del museo. En este caso el lenguaje utilizado, tanto si es de signos como de significados, es importante en la comprensión y en la correcta percepción del sentido del mensaje; también la adecuada relación entre los signos y las piezas, pero lo determinante es cómo se dice y quién se supone que lo dice. Siempre se acude para explicar este extremo al conocido ejemplo del director de circo que, al ser advertido de que la carpa ha empezado a arder, echa mano de la única persona que tiene a su lado, que es un payaso, para transmitir al público la noticia. El público, pese a la gravedad del aviso lo toma como una broma, porque no espera del payaso otro tipo de mensaje y cree sin ningún asomo de duda en lo que su experiencia anterior le está transmitiendo.
La comunicación, por tanto, no se da en un solo sentido y habitualmente es modificada o moldeada por quien la recibe a la medida de su propia idiosincrasia. Un cuadro, por ejemplo, es una pieza inerte a la que un visitante sólo puede admirar y que, como mucho, le sugiere algo concreto o una abstracción; un instrumento musical, sin embargo, es un objeto susceptible de ser usado para crear y el verdadero arte comienza cuando una persona lo toma en sus manos y extrae sonidos vivos de la pieza, inexpresiva e inmóvil hasta ese instante. La relación, por tanto, con el individuo en este caso, oscilará entre la simple consideración del objeto material como resultado de un trabajo manual y la posibilidad de insuflar vida a ese objeto inanimado. Basta simplemente con que exista esa posibilidad en la mente del espectador para que la pieza tenga otro sentido.
Por otra parte, las piezas de un museo, en su conjunto, constituyen también un mensaje del que el visitante extraerá sus propias conclusiones que no necesariamente deben acabar al final de la visita física. Las propuestas pueden continuar haciendo efecto en el ánimo del espectador, quien revisará a posteriori sus ideas sobre las piezas expuestas y el mensaje, e incorporará a sus estereotipos nuevas perspectivas, tantas y tan diversas como hayan sido las relaciones de los objetos con sus cinco sentidos. Entre esas relaciones estará precisamente la posibilidad de considerar las piezas de un museo no sólo como objetos materiales sino como representaciones de un espacio y un tiempo distintos al nuestro. En un museo moderno, es decir en un espacio dotado de un centro de documentación con archivos, biblioteca, mediateca, etc., no es necesario que las líneas de trabajo se expliciten constantemente. La filosofía de la exposición y el sentido de la investigación no tienen por qué ser los mismos tampoco. El museo que tenga como finalidad principal resaltar la capacidad mediadora entre el mundo intemporal de la creación o de las creencias y el visitante, no tiene por qué olvidar tampoco la interpretación de la historia y la cultura a través del estudio de los estratos sociales, ni mucho menos obviar la heterogeneidad de los discursos que proceden de diferentes lenguajes.
Lo que verdaderamente distingue a un museo del siglo XXI de uno del siglo XIX es que la filosofía que lo inspira trasciende el objeto y puede ser abordada y estudiada desde múltiples y enriquecedoras perspectivas, incluso la del museo-mercado, excluyendo de esa denominación cualquier aspecto peyorativo. Es evidente que el museo-templo que emanó de las tendencias estéticas del siglo XVIII dio paso al museo-escuela del siglo XIX que, a su vez, ha sido sustituido por el museo-lugar de encuentro y comunicación del siglo XX. Las posibilidades que ofrece una estructura compleja capaz de cumplir funciones de almacenaje, estudio, contemplación y creación a partir de los objetos, nos dirá qué podemos esperar del museo del siglo XXI. Sin embargo, sería impropio separar los resultados científicos de ese museo de los resultados sociales. Es decir, dado que las exposiciones no lo son si carecen de público visitante y dado que éste tiene un diferente comportamiento según el mensaje presentado y el grado de satisfacción que esa presentación deja en su contemplación, habremos de convenir que las opiniones de ese espectador tienen suficiente importancia para ser consideradas como una ayuda y no como una carga.
Hemos mostrado muchas veces nuestro escepticismo hacia las encuestas, particularmente las escritas que además se entregan a última hora al visitante y que éste debe cumplimentar deprisa y corriendo y sin posibilidad de haber madurado sus reacciones. Otras encuestas orales dejan ver su poca fiabilidad cuando incluyen preguntas como edad o preparación: recordemos aquellas encuestas realizadas por bellas azafatas que tenían que aceptar constantes mentiras de los hombres maduros entrevistados quienes simulaban tener menos edad de la que en realidad tenían o se inventaban títulos o profesiones universitarias que no poseían. Son, sin embargo, muy ilustrativas las conversaciones breves –no superiores a los dos o tres minutos- en las que los propios visitantes, sin preguntas previas y habitualmente inductoras, expresan su interés, su opinión sobre la visita, su grado de satisfacción por la misma y, finalmente su deseo de volver para detenerse más en determinadas secciones o su pretensión de hacer de embajadores de la colección ante amigos o conocidos a los que invitarán a acercarse hasta el museo. Todas estas opiniones suelen emanar de forma natural o espontánea y constituir un termómetro fiable que muestra el verdadero estado de ánimo del visitante al salir del recinto museístico. Los cuidados dispensados al espectador por parte del museo nunca serán superfluos e influirán de forma determinante en su opinión final, aunque aparentemente no tengan que ver de manera directa con lo expuesto. Habrá que evitarle la fatiga física, la saturación visual, el exceso de señalización; habrá que disponer recorridos sencillos y con posibilidades de ser alterados sin que esa alteración suponga una privación de información o la pérdida de espacios o piezas importantes. Determinante será, asimismo, la proporción humana de los espacios, la asequibilidad de los objetos para todos merced a su colocación a una altura media entre todas las posibles. En el caso de visitantes con alguna discapacidad será preciso ofrecer alternativas que se adecúen a sus carencias sensitivas o de movilidad; a un grupo de ciegos, por ejemplo, le puede facilitar enormemente el sentido de la proporción el hecho de tocar alguna de las piezas, no necesariamente las de la exposición sino alguna similar sacada del almacén. Algo en apariencia tan intrascendente como la cantidad de dedos marcados en una vitrina puede indicarnos que una pieza seduce y cumple con su función de atraer la atención o la admiración del visitante. Si éste se olvida los dípticos o los tira al salir hay que revisar inmediatamente su diseño o su formato. Si da las gracias después de haber pagado indica generalmente que, según su criterio, ha recibido más de lo que se le ha pedido. En otras palabras, interesaría sobremanera a los responsables de un museo conocer cómo y qué aprende el visitante, qué repercusión tiene en él la visita y cómo se pueden potenciar o mejorar los medios para que esa visita sea más fructífera. Todo ello no tiene un método ni responde a idénticos parámetros por lo que sería muy difícil crear cuestionarios aplicables a diferentes situaciones, colecciones o visitantes. Cualquier test que parta de evaluaciones interesadas o se haga en un momento inadecuado no ayuda en el fondo al demandante y estorba al demandado.
Mucho más importante si es que hablamos de lenguaje y comunicación sería saber cómo funciona el lenguaje que usamos, particularmente quienes nos encargamos de la redacción de señales, cartelas y dípticos, en el entorno del museo. El lenguaje nunca es inocuo, sino que ayuda a construir ideas y conceptos de modo que habrá que cuidar extraordinariamente la construcción de frases, la conexión entre señales y la contextualización de las piezas. Importan los textos que se escriben para leer en el museo pero incluso también los que se pueden escuchar a través de un teléfono móvil y que llegan a través de un código QR. La visita no acaba en la salida sino que se prolonga, muchas veces involuntariamente, una vez que se ha abandonado el recinto museístico y podría decirse que los mejores resultados incluyen el recuerdo o las sugerencias que se producen al cabo del tiempo.