Joaquín Díaz

Editorial


Editorial

Parpalacio

El valor de la cultura

30-12-2013



-.-

La “Ley Campoamor” es una ley no escrita, pero acatada en nuestro país con demasiada frecuencia, a la que somos muy aficionados los españoles. Y lo somos porque, lejos de usar la frase poética de Don Ramón de Campoamor como una expresión de la duda que deben suscitar en nosotros los pensamientos autoritarios y categóricos, utilizamos el conocido poema para reafirmar que el color de nuestro cristal es el único válido y trasparente.



El fragmento del poema “En este mundo traidor / nada es verdad ni mentira / todo es según el color / del cristal con que se mira”, está habitualmente descontextualizado y no deja ver por tanto la intención del poeta, que reflejaba probablemente una náusea pre-sartriana. El propio Campoamor, tal vez asustado por su descubrimiento de un mundo en el que la nada sustituiría al todo, relativizaba esa visión subjetiva y pesimista acerca del conocimiento humano con un poco de estadística cuando afirmaba:


“Si a comprender aspiras / la ciencia de las puras realidades / hallarás que de todas las verdades / la mitad por lo menos, son mentiras”.



Sin embargo, aun quedándonos tan solo con la mitad de las afirmaciones que escuchamos o leemos a diario en nuestro entorno tendríamos una carga tan pesada que no podríamos movernos. Hay que aprender a desaprender con criterio y hay que procurar filtrar impurezas que contaminan nuestro entorno cotidiano.


Por ejemplo, si nos quedamos sólo con la información de que la cultura supone un 4% del producto interior bruto estaríamos incurriendo en una injusta arbitrariedad. Ya sabemos que ese tanto por ciento supone una cantidad muy elevada de euros, pero no traduce ni de lejos el impacto que causa en buena parte de la sociedad ni el alcance que la cultura tiene en nuestra vida diaria. Cuánto tiempo de esa vida invertimos en escuchar música, en ir al cine o al teatro, en leer libros, en visitar exposiciones, en buscar los datos que no sabemos acerca de un monumento, de un autor, de un hecho histórico, etc. El porcentaje, a todas luces, se queda corto en cuanto al tiempo invertido y al valor efectivo y emocional de ese tiempo en nuestra existencia.


Aunque no sea en la actualidad uno de los temas sobre los que más se escribe hay que reconocer que la civilización helénica nos legó una forma concreta de apreciar el arte, de relacionarnos con los demás y de convivir en sociedad. Tal vez la base o al menos el pilar principal de esa manera de concebir la existencia y los modos de expresión fue la invención de un espacio dentro de la ciudad donde cualquier aspecto de la actividad humana podía ser considerado o tratado en común. En el ágora tenían cabida las creencias, las diversiones, la relación comercial y el intercambio de ideas. En ese espacio se discutía, se compraba y se vendía y se rendía culto a los dioses o a los héroes. Un sentido práctico vino a dividir en un momento dado esa actividad múltiple, separando las transacciones comerciales –que tenían lugar cerca de las puertas de las ciudades o en los puertos por donde entraban los productos desde el mar a la ciudad- de aquellas otras manifestaciones que tenían que ver con la cultura (el cultivo de las personas y su comportamiento) o el espectáculo, fuese éste religioso o civil. Aquel sentido práctico se extendió en el tiempo y nos legó una Edad Media en la que mercado y cultura se desarrollaban generalmente en diferentes ámbitos o al menos en diferentes momentos del día, prolongándose sin interrupción esa costumbre hasta nuestra época.


La implantación en el siglo XX de un medio de comunicación como la televisión y sus múltiples derivados todavía tan activos como poderosos, trastocó el hábito de separar actividades cuyos orígenes y procesos fueran distintos y volvió a juntar en la plaza virtual todas aquellas ocupaciones y profesiones que dependieran de la antiquísima necesidad humana de poner cosas en común, fuesen de la naturaleza que fuesen. Así, se confundieron, se mezclaron o se dieron por idénticas algunas tareas, vendiendo indistintamente productos para alimentar los cuerpos o las almas y poniéndose precio a todas las cosas en función de la oferta y la demanda. Esta consideración mercantilista, incapaz de discriminar el valor frente al precio e insensible a la diferencia existente entre la adquisición de bienes y el carácter o naturaleza de éstos, ha modificado definitivamente las normas de la polis griega y del derecho romano, creando una situación en la que tan importante es que las personas tengan derecho a las cosas como que las cosas ejerzan influencia (y de qué modo) sobre las personas. Los baremos por los que se rigen esos mercados comunes y sin embargo heterogéneos son tan burdamente económicos que llega a tener más importancia en el mercado el valor de un producto cultural que el propio producto y el largo proceso que ha llevado su creación, proceso en el que conocimiento, experiencia, sabiduría, criterio o inteligencia dejan de tener relevancia y se convierten en factores menos determinantes para la valoración que la forma en que se exhibe, se envuelve o se difunde dicho producto. Valdría la pena una pequeña reflexión sobre esto.