30-03-2011
Portada: Libro de estatutos de la cofradía
del Salvador de Portillo (Valladolid)
La Edad Media es la época en que gremios, cofradías y hermandades surgen y se desarrollan
como un entramado ejemplar para la defensa y supervivencia de grupos de índole religiosa y civil. Asimismo es el período en el que el ser humano contempla el mundo como un pequeño cosmos donde cultura y vida son sinónimos. Leer y oír son términos equivalentes; existencia y aprendizaje fórmulas simultáneas. La transición de ese género de sociedad hacia el Renacimiento llevará consigo mutaciones importantes. La invención de la imprenta, la promulgación de leyes reguladoras de la vida en común, la preponderancia cada vez mayor del Estado como órgano supremo que reglamentará la actuación colectiva y limitará la individual, son circunstancias aparentemente innovadoras y trascendentales. Sin embargo el eje esencial que atraviesa y ordena todo, sigue inmutable; así, indumentaria, alimentación, arquitectura, trabajo y creencias forman una cadena cuyos fuertes eslabones se rompen sólo excepcionalmente y permanecen hasta bien entrado el siglo XIX, ese siglo inquieto de cambios radicales cuyo germen se irá gestando poco a poco desde la descomposición del Antiguo Régimen.
Las cofradías sobrevivirán a todos esos cambios o se adaptarán a ellos gracias a sus normas internas y a la definición de sus fines, habitualmente de origen cristiano y de orientación benéfico-social. Hasta la creación del Código de Derecho Canónico en la segunda década del siglo XX (1917), el ordenamiento jurídico que afectaba a la Iglesia Católica y a cualquier tipo de hermandad que se creara dentro de ella, se basaba en recopilaciones de decretos y cánones que comenzaron a fijarse por escrito en el siglo XII y que se recogieron finalmente en el Corpus Iuri Canonici. Hincmaro de Reims habló de determinadas fórmulas de asociación de fieles como “colectas”. En general, los documentos que se refieren a la creación de cofradías en la Edad Media advierten siempre de la necesidad de obtener el permiso de la autoridad (Obispo o provisor) bajo pena de una multa y de la obligación de dotarse de unos estatutos, leyes o constituciones que regulasen de forma interna dichas hermandades para evitar abusos o desviaciones. Uno de esos peligros, acerca del cual ya hablan los primeros sínodos, es el de la administración incorrecta de los bienes propios de las cofradías: “Otrosí mandamos –dice el sínodo de León de 1306 en su artículo 21– que los bienes de las confraderías et los que fuesen a servicio de Dios dados, non sean guardados nen distribuidos sin consciencia et sin mandado del obispo o del arcidiano”. Y poco después el sínodo de Oviedo de 1379 insiste en que ni el deán ni el cabildo ni los abades ni los conventos ni las cofradías que hubiesen arrendado posesiones debían hacerlo por más tiempo del estipulado “so pena descomunion”. Otro peligro podía ser la proliferación de hermandades sin el control eclesiástico: “Algunos –dice el sínodo de Coria en 1537– movidos con buen zelo, ordenan cofradías, las quales han crescido y crescen en tanto número que podrían traer daño y hacen en ellas estatutos que, por no ser bien mirados, se siguen dellos inconvenientes”. El sínodo obliga a que los estatutos sean examinados y aprobados por la autoridad eclesiástica.
La religiosidad popular, es decir el legítimo derecho del pueblo a manifestar su fervor o veneración por los santos o vírgenes y celebrarlo de forma ritual a través de procesiones, reuniones, etc., fue desde siempre respetada por la Iglesia salvo en los casos en que, de forma clara, alguna de esas manifestaciones atacase la fe o las costumbres. En general, si bien la jerarquía se respetaba y se acataban las decisiones tomadas por la cabeza visible de la cofradía (o sea el rector, el capellán o el párroco), los estatutos permitían una cierta democracia interna que regulaba las actuaciones y relaciones entre los hermanos y de éstos con la jerarquía. La Iglesia no sólo nunca estuvo en contra de que la gente honrase a los santos por los que tenía especial devoción, sino que hay numerosísimas referencias al establecimiento de octavas u ochavarios (fiestas celebradas una semana antes del día del santo, para preparar especialmente su fiesta) y al deseo de la jerarquía eclesiástica de que esas octavas tuviesen indulgencias que premiasen el fervor religioso. Además de la consecución de la redención, las cofradías surgieron con finalidades concretas como la de encender las velas para los vivos y para los muertos, la de preparar determinadas representaciones dramáticas de los misterios marianos o simplemente para difundir y fomentar la piedad cristiana. A veces algunas cofradías traían como consecuencia la creación o difusión de otras pues sus intereses se engarzaban (léase por ejemplo la congregación del mes de las ánimas y la cofradía de la Virgen del Carmen cuyo escapulario ayudaba a sacar las almas del purgatorio). En cualquier caso la Iglesia mantuvo un equilibrio entre las advocaciones universales –propagadas por las grandes órdenes- y las devociones locales.
La Fundación ha organizado, en la Casa Revilla y para la Fundación Municipal de Cultura de Valladolid, una exposición que pretende centrarse en algunos elementos diferenciales y simbólicos de esas cofradías a lo largo de su historia.