30-12-2010
Una de las actividades favoritas de niños y mayores en el tiempo de Navidad consiste en poner el belén. Desde mediados de diciembre hasta aproximadamente el dos de febrero, el “nacimiento” adorna las casas de muchas familias cristianas. El centro de todo, naturalmente, es un portal donde las figuras de María, José, el niño en una cuna de pajas y los animales –la mula y el buey- se hallan frente a los pastores que han llegado con sus ofrendas; a veces un ángel colgado o colocado sobre el portal recuerda la buena nueva a toda la humanidad. Esta costumbre hogareña y entrañable, pues en su puesta a punto participa toda la familia, se ha mantenido desde hace siglos en España. En el fondo, muchos de los elementos empleados en la decoración –musgo, puentes, árboles, casas- reproducen el propio entorno en que se realiza la pequeña obra de arte. Las figuras, a lo largo del tiempo en que se tiene puesto el nacimiento, nunca están inmóviles y cada día son cambiadas de lugar, acercándose poco a poco los reyes y yendo y viniendo los pastores y los soldados de Herodes como si de un teatro viviente se tratase.
Casi todos los nacimientos representan al Niño sobre una cuna de madera. Acerca del lugar en el que esa cuna se emplaza, sin embargo, hay muchas versiones. El Protoevangelio de Santiago, por ejemplo, al que siguen después muchos Padres de la Iglesia como san Justino, Orígenes y San Jerónimo, habla de una gruta en un lugar absolutamente desierto. El evangelio árabe y el armenio describen una caverna muy amplia donde se reunían los pastores y boyeros para encerrar de noche sus ganados. Algunos autores, como Santiago de Vorágine el autor de La leyenda dorada, opinan que en aquella tenada o albergue había un pesebre y allí es donde vino a nacer el Salvador. El emperador Adriano, que hizo célebre su odio a los cristianos, mandó edificar años más tarde en aquel lugar un templo dedicado a Adonis; pese a ello, continuó la veneración al santo lugar, no sirviendo de nada el intento de profanar tan venerable recinto. En cuanto al pesebre, según nos cuenta Jean Croisset el autor del Año Cristiano, fue llevado a Roma, donde se conserva con mucho respeto en la famosa iglesia de santa María la Mayor, que por eso se llama Santa María ad praesepe. Allí mandó construir el papa Teodoro en el siglo VII un oratorio que reprodujera aproximadamente el portal de Belén donde quiso nacer Jesús y donde se instalaron los fragmentos del pesebre en el que, según san Lucas, fue reclinado. Esos cinco fragmentos, de madera de sicomoro, parecían haber formado primitivamente una especie de mueble de tijera sobre el que iría una cuna de barro, a la que ya San Jerónimo había aludido en un sermón predicado en Belén a comienzos del siglo V.
El “nacimiento” surge del deseo espontáneo de representar la tierna escena, deseo que se va desarrollando desde el siglo IV de nuestra era. Todos los historiadores coinciden en señalar, sin embargo, que hay un hecho determinante en la historia de esta costumbre que se produce en 1233 y que hace evolucionar el simple impulso de representar iconográficamente las escenas de la Epifanía: la celebración de la nochebuena por San Francisco de Asís en el bosque de Greccio, donde el santo había hecho preparar un pesebre y unos animales para dar más veracidad a la conmemoración y diferenciarla de la hasta entonces celebrada en la iglesia. Durante esa circunstancia uno de los presentes tuvo una visión en la cual aparecía el propio Francisco despertando al niño Jesús en su cuna. A partir de ese momento se comenzó a difundir en Italia la leyenda y la costumbre aunque nacimientos propiamente dichos no aparecen separados de los retablos hasta un inventario del XVI, concretamente del castillo de Piccolomini, en el que se destaca que la duquesa de Amalfi tenía guardadas 116 figuras para la representación de la Navidad, lo cual quiere decir que ya existía una tradición aunque, por lo general, sólo pudiesen disfrutar de ella los nobles o los monarcas. En el siglo XVIII se da el mayor auge en este tipo de figuración, destacando especialmente los nacimientos de Nápoles.
Acerca de los animales se cuentan muchas leyendas. En jumento llegan José y María a Belén y en jumento salen con el niño camino de Egipto. Cuando el mesonero niega alojamiento a los esposos cansados, obligándoles a buscar albergue por toda la ciudad de Belén, las mismas bestias de su establo le muelen las costillas a coces condenándolo así por su mala acción. Otra tradición que ya reflejan algunas muestras iconográficas desde los primeros siglos es la de que son un buey y un asno los animales encargados de presenciar el nacimiento. Algunos apócrifos insisten en que ambas bestias habían hecho el viaje con los sagrados esposos: la pollina, blanca por más señas, para que la Virgen realizase el trayecto más descansadamente; el buey, porque san José quería venderlo en el mercado para así obtener dinero y poder pagar el censo y los demás gastos de desplazamiento. Al nacer el Niño, ambos animales, dándose cuenta milagrosamente de la calidad del recién nacido se arrodillan y le adoran. Alguna otra leyenda cambia al buey por una vaca y al asno por una mula e incluso añade que ésta se comía el heno del pesebre mientras que la vaca trataba de envolver al niño entre las pajas para que no tiritara. Por comportarse de forma tan distinta, Jesús condena a la mula a que sea estéril para siempre y bendice a la vaca, advirtiendo que todo producto que salga de ella será bueno y aprovechable.
En los últimos cuarenta o cincuenta años esta costumbre del “nacimiento” sufrió un fuerte embate por parte de otra tradición menos cercana a nuestra cultura, el árbol de navidad, representado generalmente por un abeto o un pino que se adornan con regalos de todo tipo; esta tradición, muy frecuente en Francia y Alemania, recuerda vagamente el culto al árbol, tan fuerte en centroeuropa desde hace siglos en las pascuas de Pentecostés y Navidad. Las antiguas leyes germánicas establecían como delito para aquél que se atreviese a pelar un árbol el que se le cortara el ombligo, se le clavara a la parte descortezada y se le obligara después a dar vueltas al tronco de modo que quedaran allí enrollados los intestinos. La costumbre de colocar un árbol en el hogar parece atribuirse, sin embargo, a Lutero, quien quiso reproducir en su casa la noche de Navidad el cielo estrellado que había visto momentos antes en el exterior, para lo cual cortó un pino y lo llenó de luces que remedaran el fulgor inimitable de las estrellas.