Joaquín Díaz

Editorial


Editorial

Parpalacio

30-09-2007



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El turismo es uno de esos fenómenos complejos que el siglo XX generó y que, como tantos otros en los que una explicación sencilla sería casi imposible, han pasado al siglo actual con la etiqueta de “pendiente”. Esto quiere decir varias cosas: la primera, que las causas por las que se produce un auge desmesurado del turismo hasta convertirse casi en una necesidad para el individuo corriente –cualesquiera que sean su condición, estado o recursos-, están insuficientemente estudiadas al proceder de diferentes fuentes y disciplinas. Segunda, que al haber trastocado –al menos en España- la historia de la economía, por haberse convertido en el socorro inesperado del tradicional déficit en los presupuestos generales del Estado, es asunto casi intocable en cualquiera de sus extremos por temor a que un análisis serio descubra, como en el cuento, que el rey va desnudo. Tercera, que por ser un tema con demasiados vectores, evoluciona tan repentina como desordenadamente, produciendo en sus beneficiarios –agentes y pacientes- una sensación de incapacidad para conocer si los próximos movimientos serán previsibles. Cuarto y último, que los resultados económicos favorables de las últimas décadas han sido los árboles que nos ha impedido ver el bosque, más importante, más complejo y más rico, de un patrimonio en riesgo; no hablamos sólo de fenómenos de aculturación, de costas devastadas o de vesania injustificada contra bienes de interés monumental, sino de la falta de previsión de una “política cultural” en toda la extensión del término. Pocas personas han tenido, a lo largo del siglo pasado, esa visión cabal del futuro con un claro orden de valores, establecido bajo los criterios del bien común y del orgullo por lo propio. Benigno de la Vega-Inclán, Marqués de la Vega-Inclán, fue una de esas escasas excepciones que supieron trabajar anticipándose a las tendencias o las modas y tratando de evitar los errores de la precipitación o de la inercia. Su prioridad fue siempre la conservación del patrimonio, no como un ejercicio nostálgico, sino como motor de una economía de futuro y como factor positivo para la propia estimación. La previsión de que esa actitud traería como resultado natural el aumento del número de personas interesadas en conocer y visitar ese patrimonio daría origen al segundo valor en su orden de preferencias: la actuación sobre monumentos, entornos y paisajes con un enorme conocimiento, respeto y sentido común. De las consecuencias que su actitud generó al frente de la Comisaría Regia durante diecisiete años se beneficiaron personas, instituciones, edificios históricos y conjuntos monumentales. De su experiencia, sabiduría, intuición y buen gusto podrían hablar la Alhambra, la casa de Cervantes, la casa del Greco, el Museo Romántico o el parador de Gredos. Un ejemplo irrepetible pero digno de imitar.