Joaquín Díaz

Editorial


Editorial

Parpalacio

30-06-2006



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Desde las épocas en que comienzan a desarrollarse las primeras civilizaciones, el ser humano lucha por hacerse escuchar y prolongar su voz más allá de su entorno natural. Para ello, y siguiendo a la naturaleza que ofrece ejemplos constantes de sabiduría, recoge y perfecciona el hecho comprobado de que cuando uno está ante o sobre un obstáculo y emite un sonido, el obstáculo le devuelve un eco o lo proyecta. Cuando el arquitecto romano Vitrubio describe su interesante teatro ecoico, manifiesta, siguiendo a Diógenes Laercio, que la voz es “un aliento que fluye e hiriendo el ambiente se hace sensible al oído de todos”. Según esa teoría, que permite pensar que la voz se transmite por infinitas olas circulares, crea un teatro perfecto para la audiencia en el que la voz, libre de incómodos obstáculos, se mueva gradualmente hacia todos los espectadores. Para mejorar, es decir para amplificar y dar eco a esa voz cuando el medio no fuese perfecto, Vitrubio idea unos vasos de bronce o de cerámica que aumentarían el volumen de la palabra del actor sobre el escenario. El gran arquitecto romano sólo describe esos vasos, pero Galiani o Athanasius Kircher los dibujan incluso, imaginando su forma y disposición. Este último, por ejemplo, en su “Musurgia Universalis”, diseña un anfiteatro en el que, sobre una gran escenografía de fondo similar a una plaza semicircular de tres alturas, se construyen 42 vanos con forma de arcada renacentista, cada uno de los cuales habría de contener un vaso o campana que transmitiría la reverberación controlada de las voces de los actores. En suma, los altavoces que nos son tan familiares hoy en día.


La teoría difusora de la voz, muy extendida durante la Edad Media, alcanzó también a uno de los lugares a los que el público acudía con más asiduidad: el templo. Esa teoría aplicada al lugar sagrado -la voz del sacerdote podía alcanzar mayor proyección si bajo el altar del presbiterio había una masa de agua-, llevó a muchos maestros canteros a edificar las iglesias sobre diferentes acuíferos. No sería tan descabellada la hipótesis cuando llega hasta el período romántico, época en la que todos los arquitectos que construyen teatros de ópera colocan un estanque con agua bajo el escenario.


Parece probable que el arroyo que pasara bajo el presbiterio de la Anunciada desde la época de su construcción, se desviara con un nuevo encauzamiento derivado hacia la huerta en una de las restauraciones del edificio, a finales del siglo XVII.